El Lenguaje de los Zorros

A la pasión de Padre Héctor y en memoria de Pedrito Estrada, cuya sonrisa jamás ha encanecido.

Hasta las once y media, de todos los días, teníamos que haber terminado la producción de un programa radial, volar a la emisora de radio, ensayar un saludo jadeante, en tanto se acomodaban las filas convulsionadas de casetes, con noticias del día. Los primeros veranos de los 90, se calentaban cada uno más que el anterior. Su recuerdo me remite siempre a medias mañanas de calor, prisa y ansiedad.

A las doce del día sentado en la cabina de la radio, gozaba de media hora de feliz sosiego, después de haber pasado casi toda la mañana, de aquí para allá, rellenando la cinta magnetofónica. Haciendo cola en salas de espera, enfrentando la vanidad de entrevistados que sólo lograban dudosas y monosílabas respuestas, soportando a secretarias celosas o funcionarios híper eficientes que contestaban lo que no se les preguntó, renegando de la propia amabilidad de dejar el turno a alguien que siempre estaba a prisa – incluso más a prisa que uno mismo.

En aquel tiempo agitado, apenas si llegaba a los 20, pero ya era yo consciente de que el fenómeno de la vida era como cada una de esas mañanas: se iba en un respiro.

Los que atravesamos juntos esa época, al cabo de tres años de rutina ya habíamos logrado experiencia y aprendizaje de todo tipo de cosas, tan variadas como los oficios de nuestros entrevistados. Desde la crisis de Siderperú, hasta los metros de redes de agua potable de Chimbote, nunca suficientes para abastecer a los más de trescientos mil chimbotanos de entonces.

Desde el número de trabajadores de los Mercados, hasta el nombre de los últimos presidentes de la Cámara de Comercio.  A ese conocimiento colectivo, que compartíamos durante la producción del programa radial, cada uno agregaba su bagaje de cosas invaluables. Por ejemplo, dónde estaba el mejor ceviche de un mango (un sol, para los iniciados); dónde habían grifos de agua para refrescar la cabeza en la mañana calurosa; cómo esquivar al guachimán más verde, que nunca se la creía que este post niño, no estaba jugando al periodista.

Entre esos conocimientos, yo iba también adquiriendo comprensión geográfica. Desde lo superficial hasta lo profundo. Mis comisiones periodísticas finalizaban casi siempre en la Plaza de Armas, por eso, ante la inclemencia del sol, era recomendable tomar la ruta de la Avenida Pardo, para volver refrescando a la oficina.

No había nada mejor que aquella cuadra frente al colegio Santa Teresita, donde el sol se escondía tras los eucaliptos y se respiraba una riquísima frescura. Con suerte hasta podía cruzar miradas con alguna colegiala adolescente, saludar al señor Loco Moncada que descansaba en su hamaca y nunca me contestaba, comprarme un Donito gastando alguna broma al heladero (¿alguien me explica por qué se “gastan” las bromas?), en tanto caminaba yo hasta Comercial Temoche, por mi provisión de Winston rojo, que tendrían que durar hasta la próxima mañana.

Mi entendimiento acerca de lo urbano en Chimbote empezó en un pequeño centro de producción instalado en un cuartel de frailes, junto a la Catedral San Pedro. El antiguo equipo de apasionados radialistas de Cincos, cambió el esponjoso barrio Miramar por el centro de la ciudad, a mediados de 1991.

Fue entonces que se fundó el Centro de Comunicación y Promoción Social (Cecopros) - Santo Domingo, bajo la dirección del Padre Héctor Herrera. Era parte del fabuloso legado de Monseñor Santiago Burke, cuya preocupación por la promoción y educación popular, ha perdurado hasta nuestros días.

Aquella mudanza fue pintoresca pues entre los bienes se contaba radiolas de davincianos (o leonardinos) teclados, grabadoras reporteras de cuatro kilogramos, sofisticadas maquinas de escribir remintong a las que sólo les faltaban pedales para hacerlas volar, carretones de magnetófono, tornamesas automatizados de diamantinas agujas (léase tocadiscos), toneladas cúbicas de scrach en discos de acetato y carbón, estantes enteros de librerías de viejo con manuales, ALERtas y biblias en varios idiomas; todo un museo que para echarlo a andar se requería de una contextura atlética como bien la teníamos –y sin cachema, como diría Vitucho Mendoza-, Pepe Quezada, Pedrito Estrada (a quien hasta el cielo le envío esta nota), Augusto Riera, Claudio Sandonás, Fanny Rosales, Carmen Veruska Cerna, don Remigio Cerna, el propio Padre Héctor y este doloso escribiente.

Hasta entonces yo conocía a Chimbote por los cortísimos bloques musicales de Panamericana Televisión (recuerdo tus barquitos en tardes de verano llevando blancas velas para poder navegar…), visitando a la casa de mi hermana en Laderas del Norte junto a la canchita del 14 (¿14 de qué?) donde se aprendía a hablar en dialecto chimbotano, dizque haciendo tarea de secundaria en la casa de algún compañero de la Urbanización 21 de Abril, escuchando referencias históricas en las sobremesas con Papá, por los obligados fragmentos de El Despertar de un Coloso que nos hacían leer en el cole...

Pero había un Chimbote mucho más vasto que en aquel tiempo se fue descubriendo ante mis ojos. Había una agenda diaria de sudorosos pueblos periféricos que aparecía por el centro de la ciudad con carteles y banderolas, exigiendo agua, desagüe y electrificación. Barrios marginales que reclamaban por la contaminación, trabajadores de mercados y paradas de zonas lejanas, que estaban más allá del mundo hasta entonces conocido, allende la civilización. De pronto se iba haciéndo cada vez más tangible, provocándome como una nueva tentación de El Dorado.

Día tras día fui volviendo la vista y auscultando a aquel Chimbote migrante, periférico y marginal; de Chimbote arenal, quechua hablante y otra vez migrante; de Chimbote indigente, paupérrimo y miserable; del Chimbote estera, cilindro de agua y sanguaza. Tantas dimensiones de una misma dimensión que se extendía más allá del centro que pujaba por ser urbano.

Aquel Chimbote de las brumas pestilentes, vecino de la pared de una fábrica, extendido allende las baldosas de la balanza, surcado por acequias de riego y aguas grises, colmado de pantanos y huyendo por matorrales aledaños (adrede presto el término de la página policial), cercano de la inmundicia y la precariedad. Chimbote pujante y artesano, comerciante y paradita, picantería del pueblo joven y chichería del asentamiento humano e invasión de banderas rojiblancas. Chimbote triciclo y heladero, limosna y choro de la esquina –adiós, cartera.

Pero yo lo necesitaba documentado y por eso me fui a  buscarlo en aquellos estantes llenos de libros de la casa de los Padres Dominicos y de Cecopros, fui cientos de veces a la Biblioteca Municipal, navegue en los libros de la Casa de la Mujer, estornudando en los pocos archivos de Tierra Nueva que se conservaban en el primer local de Instituto Natura, pregunté y volví a preguntar...

Al cabo de unas semanas lo encontré por fin: ahí estaba Chimbote. Detrás de la tapa anaranjada de un libro, que había visto cientos de veces sin leerlo. Entre las páginas que Papá una vez me censuró, por estar plagadas de palabrotas (¡Santo Cristo!). Estaba detrás de los mansos bigotes de un escritor que había ya leído.

Dentro de su angustia, de sus lágrimas, de sus diarios de suicida, de su felicidad de demonio indio y cristiano, y de sus pasos, que imagino por los arenales del Cerro San Pedro, por los muelles, junto a los estibadores, por los mercados mestizos y seminómades. Yo iba tras a ese Chimbote e iba entendiendo que José María Arguedas, página a página, perseguía a sus propios Zorros de Arriba y Zorros de Abajo.

Me devoré el libro con pasión, era como una brújula de los orígenes de este caos de identidades. Se volvió pasión mi búsqueda de los rincones de Arguedas, de los escenarios que describía. Aquella sagrada escritura que me permitía recrear los mismos escenarios, las mismas tardes vacías y calurosas, las mismas sonrisas desdentadas de los indigentes, el imposible castellano de las vendedoras de chancho frito, al causita achorao de mirada rapaz, al lavador de carros, al policía de tránsito, al carrazo que casi nunca paraba en el semáforo, al vendedor de gasolina, al despistado voluntario que nunca falta, el espontaneo mercadillo de la entrada de un colegio, la fila del Banco de la Nación, todos los anónimos e invisibles no incluidos.

He padecido de la fiebre de Los Zorros de Arriba y Los Zorros de Abajo, cientos de noches en afiebradas tertulias con amigos y colegas de las noches. No sé cuantas veces, ni hasta qué hora con el negro Hugo, el profe Bobadilla, el lobito Manuel Vásquez, el loco Zúñiga, en el Bar Pedrito (que el pobre Leo cambió de nombre), yo aún vistiendo camiseta de calichín.

He peregrinado tras sus personajes, buscaba a Chaucato con miles de cansadoras preguntas -sin respuesta- al gordo Javier Castro y entre jubilados lobos de mar que jugaban a las cartas en el oscuro edificio del Sindicato de Pescadores.

He podido verlo tal como me lo describió el buen Pedrito Baca que se refería al escritor con cariño de abuelo; usando mi grabadora como escudo ante el bárbaro humor e insospechada afabilidad del Padre Enrique Camacho (o Padre Cardozo), con su carcajada de portugués rabudo cuando me contaba que Arguedas no entendía cómo era posible que siendo cura y americano, pudiera estar “en un nido de camaradas”.

Haciendo incómodas preguntas al padre Gustavo Gutiérrez. Aguardando que regresara el señor Loco Moncada, para ver si me atrevía a entrevistar a un loco; digo, más bien un señor loco. Años despues, he seguido auscultando a Braschi, el alguna charla con el gringo Giovanni o con Mirko, en la noche del desaparecido Due. Me he metido con zapatos y todo en esa zorra devoradora de hombres que grafica a la mar en el imaginario de Arguedas. Lo he rebuscado todo.

En unas semanas tuve bastante material grabado como para varios días de programación. La duda existente era acerca de cómo convertir todo eso en lenguaje radiofónico. Me preguntaba si haríamos un radio drama, un micro programa, una entrevista, un editorial o simplemente una nota.

Me preguntaba si podría hacerme entender cuando leyera fragmentos de “los diarios”. Acaso se podía putamadrear en la radio, siendo fieles al texto de la novela, sin recibir una alarmante llamada de atención del Padre Héctor, que pudo recibir una alarmante llamada de atención de un alarmado (armador) episcopal. Se fue congelando el entusiasmo, tal vez por poca temeridad, tal vez un poco de egoísmo, tal vez alguna frustración que se me hizo de contagio. Todo ese material nunca salió al aire.

Nicomedes me lo había anunciado: Hoy parado en una esquina lloro el tiempo que perdí. Pienso no obstante que mucho de todo eso se quedó en mí para siempre. Puedo sentir placer de que mi país vuelque los ojos hacia sí mismo, que se haya empezado a reconocer mestizo, que no reniegue de sus orígenes, que haya orgullo de ser peruanos y que se acabe la rabia.

Ahora que volvemos a hablar del genio de don José María, ahora que vuelve el Taita, resucitando y volviendo a ser noticia, aunque que la mezquindad quiera volver a postergarlo, y volverle a suicidar, con alevosía y ventaja, ahora que podemos abrazarnos… quisiera hundirme en la tierra para encontrarme contigo y cargarte a mis espaldas, huérfano niño dormido. Camino de la quebrada, perfumarán las retamas, arrullarán las torcazas tu sueño José María. Ya no estará la madrastra, ya no temblarás de frío, ya las penas se acabaron, todas te las has sufrido.