El Patriota

A mi hermano Manuel, que siempre es muy burlón

 Tengo un hermano que no va a envejecer jamás. No por la maldición de Dorian Gray. Si no más bien por el milagro de extrema temeridad con que se inmortalizó en el martirio. Tengo un montón de abrazos congelados hasta que nos volvamos a ver y cada uno de los días que pasan se los envío allá a la eternidad.

Se hace provocar todos los días y no sólo a mí, estoy seguro de eso. Nos arranca una sonrisa como si se burlara, riendo con su risa de papagayo azul, con algún pésimo chiste, con su cómica vanidad de poeta maldito, con alguna pendejada que siempre nos juega, el muy astuto.

Mi hermano Manuel, murió hace 20 años; el 7 de marzo de 1991. Se animó más pronto que tarde a acabar con una dictadura en  pañales, y no por eso menos cruel. Se entusiasmó con la justicia y la equidad que nos enseñó mamá desde temprano, cuando hacíamos turno de lavar la vajilla; Manuel, Oscar y este pequeño plumífero, que para llegar al lavador no tenía más remedio que treparse en una silla; o cuando en casa nos repartían correosos castigos por igual (aunque la equidad para mí, se convirtiera en un simple gruñido).

Él se animó a cambiar el mundo, igual de responsable y con la misma seriedad que asumiamos desde pequeños conversando con Papá en la redonda sobremesa jacobina, acerca de un país grande de gente libre e igual, donde “…mañana, hijo mío, todo será distinto. Se marchará la angustia por la puerta del fondo que han de cerrar, por siempre, las manos de hombres nuevos”. Se animó a no dejarnos arrepentidos, humillados y ofendidos. Se tomó tan en serio su rol de patriota y ser humano, que se hizo guerrillero.

Siempre quiso marcharse. Por eso yo lo conocí poco, aunque tan profundamente. “Yo tuve un hermano. No nos virnos nunca pero no importaba. Yo tuve un hermano que iba por los montes mientras yo dormía.Lo quise a mi modo,le tomé su voz libre como el agua,caminé de a ratos cerca de su sombra. (…) mi hermano despierto mientras yo dormía, mi hermano mostrándome detrás de la noche su estrella elegida (Cortázar).”

Una buena parte de mi vida él ha sido mi hermano mayor remoto. Él que provocaba que mi pecho salte de ansiedad cuando eran sus vacaciones de la universidad y llegaba a casa a despertarnos el corazón de madrugada. El muchachón extravagante de cabello largo que siempre traía mochilas impresionantes con alguna sorpresa dentro, para mí y para mamá y papá. Que volvía exigiendo el desalojo de su habitación y se enojaba del olor de pezuñas, sin fijarse del propio. Que resultaba irritante cuando se dormía con la cara cubierta por la almohada, después de largas conversaciones a oscuras en las que yo quedaba hablando sólo, o cuando se encerraba a puertas abiertas a escribir poesías o leer libros rusos, enojado ante cualquier ruido o amenaza espía de mi adolescencia.

Yo recuerdo más a Manuel en el tiempo que vivimos en Cajabamba. Donde en casa muy pocas veces pudo haber un club de tres. Siempre yo tenía que ser aliado de uno o de otro hermano. Aunque a mí me entusiasmaba la idea de seguir al líder creativo y dominante que era él, casi siempre terminaba rendido ante la cálida y párvula ternura incondicional de Oscar, que siempre ha sido de los dos (y de más de dos) el hermano-hermano.

Pero a Manuel jamás lo perdía de vista porque era nuestro abanderado, el que enfrentaba a papá en peleas infantiles que a veces se tornaban violentas, el que de todas maneras hacía reír a mamá y se atrevía a cargarla, muriendo todos de la risa. El que nos hizo llorar cuando a los trece años decidió irse de casa subido en Un Velero Llamado Libertad. Fuimos con Oscar llorando al bosque (nuestro propio bosque Harper) a pedirle que vuelva. Llorando nos encontramos y llorando felices volvimos con él a casa, trayendo su morral de color marrón y su alegría del reencuentro con la paz.

La casa de Santa nunca llegó a ser su casa. A diferencia de mi, que casi todo en mi vida parte de ahí. Vivió mucho tiempo en casa de Hilda Rosa, mi hermana mayor, y Félix, mi cuñado. La casa de Laderas del Norte, en Chimbote; cerquita del colegio República Peruana, donde él estudio la secundaria.

Se entusiasmó con la música, aunque heredó de mamá ese poco oído y esa poca cintura en la voz, y compuso algunas canciones que nunca tuvieron melodía y seguro él mismo se ha ocupado de esconderlas de lo poco buenas que resultaron (¿acaso una titulaba Ferrocarril de Piedras?).

En el seno de la familia se vivió la temporada feliz de Ormiga Rock (que ya ocupará algunas líneas), que no se salvó de su crítica principista; aunque sabemos, Sonsito, que igual te gustó. Yo lo veía poco; en esa época intimó mucho más con Edwin, mi sobrino-hermano-gemelo y con Richard. Los más amados enemigos íntimos.

Hace poco con el mismo Ricardo Alfonso hablábamos de las tontas competencias que hemos tenido cada uno con cada miembro de la familia y que nunca fueron trascendentales, pero en el caso de Manuel, con su ausencia se sienten aún más tontas por no haberse podido saldar a tiempo. Conociéndolo al muelón, seguro que no deja de reírse y sentir que ganó la partida.

En la universidad se hizo mejor poeta, escribía llamándose Eme Zelada. En alguna celosa gaveta familiar aguardan algunos escritos memorables y maduros, que algún inescrupuloso plagió con seudónimo y todo; tienen cuenta de publicación aún no saldada. 

En la universidad, entre sus pasiones, el amor y las fotocopias de lo civil y lo penal, “desde la histórica altura”  se profundizó en la causa de los descalzos, los descamisados y los humildes gorriones de los diarios; por el que sufre, por el que no hay ninguna razón que lo condene a andar sin manta y tomó el camino de la eternidad.

Con su amor por  bandera se marchó cantando una canción, cantaba tan feliz que no escuchó la voz que le llamó; y tendido en el suelo se que quedó, sonriendo y sin hablar, sobre su pecho flores carmesí brotaban sin cesar. Una tarde la vida le fue esquiva y nos ha dejado con sus eternos 23, una canción de amor, “aquél que nació muy niñín, mirando al cielo, y que luego creció, se puso rojo y luchó con sus células, sus nos, sus todavías, sus hambres, sus pedazos.”

La última vez que nos vimos, Oscar había enfermado. Iban a operar de algún gastro-hematoma-con-policoma a mi hermano, que siempre ha sido gordito pero tras un mes en el hospital y con su clásico pijama, parecía un judío de películas. Manuel vino y nos pusimos en plan transilvania para conseguir donadores de sangre, que exigían en el hospital.

Eran mis primeros días de radio y recuerdo que hicimos una campañita que la Base Naval de Chimbote respondió de manera positiva. Manuel se reía cuando recorríamos las calles de Chimbote en el camión porta tropas con los marinos armados. “Chato, sólo basta que sepan que soy sanmarquino”, se burlaba “y la vamos a pasar mal”.

Esa vez, antes de irse me habló de su vida clandestina, de la actividad política y del peligro que corría. Esa fue la primera vez que me habló como a gente grande, a partir de esa vez lo hace a menudo y a cualquier hora. Al marcharse me regaló un libro de Lenin. “Las tres fuentes y las tres partes fundamentales del Marxismo”. No lo leí hasta poco después de su fallecimiento. Es el libro de filosofía que más lágrimas me ha costado. Podría decirse casi una novela rosa, que entre líneas me hacía ver y extrañar la sonrisa de Manuel y su epopeya.

Hay una serie de datos, de cosas que leo y escucho. Cosas que escribí en la pared de mi habitación, ante la desesperación de mi hermana que creyó que me volvía loco. Testimonios que me hablan de la inmortalidad. Hay cosas más intimas que no tengo pudor de desnudar.

La congoja es un gusano que se enrrosca en la garganta  y te estrangula de pena aún cuando no quieres, yo siento así y por esa razón se encuentra este texto plagado de citas de canciones y poesías. Alguna cosa parecida le debió suceder a Miguel Hernández en su Elegìa a Ramón Sijé, con su llanto hortelano ante “la tierra que ocupas y estercolas, compañero del alma, tan temprano”.

Tenía que escribirlo. Le debía a mi hermano este homenaje. Perder a un hermano es una de peores pasadas que nos juega la vida, y luego darse cuenta que con las palabras completas y con los gestos, aunque lo sabíamos y lo sentíamos, fueron pocas las veces que nos dijimos “te quiero”. Será por tanto cariño que él jamás se marcha completamente y cada día me deja hablar con él, se ríe de algo, escribe conmigo y a gritos desentona las mismas canciones.

Me recuerda a cada momento que llevamos el corazón al mismo lado. No se los había contado aún, es una suave presencia de gasa, feliz y juvenil que abraza lo mismo que abrazo, que ama igual que yo, que disfruta de la lectura por sobre mi hombro, que viaja conmigo sin pagar pasaje (el muy sabidazo), que se pone el tercer auricular en la oreja para escuchar a Sabina, a Serrano o a Calle Trece (aunque Yann Tiersen no le gusta mucho) y me esconde algunas veces la botella, mis cigarrillos o algo igual de preciado como un marcador o la cinta maskin.

Ese mismo loco travieso que hace soñar a Wendell y a Javiercito,  a Pepe y a Juancito. Yo creo en el cielo. Ese espacio infinito a donde se van todas las almas. Entre algunos amigos míos, que se deben haber encontrado con Manuel y se visitan e intiman, están allá también mi Tía Elena, mi Tío Pedro y mi tío Eulogio, sus incondicionales protectores. Por fa, Cholito, les das mis saludos y cariños.

 07 de marzo de 2011 a las 11:59

El Patriota

de Guillermo Martinez Pinillos, el Lunes, 07 de marzo de 2011 a las 11:59

A mi hermano Manuel, que siempre es muy burlón

 

Tengo un hermano que no va a envejecer jamás. No por la maldición de Dorian Gray. Si no más bien por el milagro de extrema temeridad con que se inmortalizó en el martirio. Tengo un montón de abrazos congelados hasta que nos volvamos a ver y cada uno de los días que pasan se los envío allá a la eternidad. Se hace provocar todos los días y no sólo a mí, estoy seguro de eso. Nos arranca una sonrisa como si se burlara, riendo con su risa de papagayo azul, con algún pésimo chiste, con su cómica vanidad de poeta maldito, con alguna pendejada que siempre nos juega, el muy astuto.

Mi hermano Manuel, murió hace 20 años; el 7 de marzo de 1991. Se animó más pronto que tarde a acabar con una dictadura en  pañales, y no por eso menos cruel. Se entusiasmó con la justicia y la equidad que nos enseñó mamá desde temprano, cuando hacíamos turno de lavar la vajilla; Manuel, Oscar y este pequeño plumífero, que para llegar al lavador no tenía más remedio que treparse en una silla; o cuando en casa nos repartían correosos castigos por igual (aunque la equidad para mí, se convirtiera en un simple gruñido). Él se animó a cambiar el mundo, igual de responsable y con la misma seriedad que asumiamos desde pequeños conversando con Papá en la redonda sobremesa jacobina, acerca de un país grande de gente libre e igual, donde “…mañana, hijo mío, todo será distinto. Se marchará la angustia por la puerta del fondo que han de cerrar, por siempre, las manos de hombres nuevos”. Se animó a no dejarnos arrepentidos, humillados y ofendidos. Se tomó tan en serio su rol de patriota y ser humano, que se hizo guerrillero.

Siempre quiso marcharse. Por eso yo lo conocí poco, aunque tan profundamente. “Yo tuve un hermano. No nos virnos nunca pero no importaba. Yo tuve un hermano que iba por los montes mientras yo dormía.Lo quise a mi modo,le tomé su voz libre como el agua,caminé de a ratos cerca de su sombra. (…)mi hermano despierto mientras yo dormía, mi hermano mostrándome detrás de la noche su estrella elegida (Cortázar).” Una buena parte de mi vida él ha sido mi hermano mayor remoto. Él que provocaba que mi pecho salte de ansiedad cuando eran sus vacaciones de la universidad y llegaba a casa a despertarnos el corazón de madrugada. El muchachón extravagante de cabello largo que siempre traía mochilas impresionantes con alguna sorpresa dentro, para mí y para mamá y papá. Que volvía exigiendo el desalojo de su habitación y se enojaba del olor de pezuñas, sin fijarse del propio. Que resultaba irritante cuando se dormía con la cara cubierta por la almohada, después de largas conversaciones a oscuras en las que yo quedaba hablando sólo, o cuando se encerraba a puertas abiertas a escribir poesías o leer libros rusos, enojado ante cualquier ruido o amenaza espía de mi adolescencia.

Yo recuerdo más a Manuel en el tiempo que vivimos en Cajabamba. Donde en casa muy pocas veces pudo haber un club de tres. Siempre yo tenía que ser aliado de uno o de otro hermano. Aunque a mí me entusiasmaba la idea de seguir al líder creativo y dominante que era él, casi siempre terminaba rendido ante la cálida y párvula ternura incondicional de Oscar, que siempre ha sido de los dos (y de más de dos) el hermano-hermano. Pero a Manuel jamás lo perdía de vista porque era nuestro abanderado, el que enfrentaba a papá en peleas infantiles que a veces se tornaban violentas, el que de todas maneras hacía reír a mamá y se atrevía a cargarla, muriendo todos de la risa. El que nos hizo llorar cuando a los trece años decidió irse de casa subido en Un Velero Llamado Libertad. Fuimos con Oscar llorando al bosque (nuestro propio bosque Harper) a pedirle que vuelva. Llorando nos encontramos y llorando felices volvimos con él a casa, trayendo su morral de color marrón y su alegría del reencuentro con la paz.

La casa de Santa nunca llegó a ser su casa. A diferencia de mi, que casi todo en mi vida parte de ahí. Vivió mucho tiempo en casa de Hilda Rosa, mi hermana mayor, y Félix, mi cuñado. La casa de Laderas del Norte, en Chimbote; cerquita del colegio República Peruana, donde él estudio la secundaria. Se entusiasmó con la música, aunque heredó de mamá ese poco oído y esa poca cintura en la voz, y compuso algunas canciones que nunca tuvieron melodía y seguro él mismo se ha ocupado de esconderlas de lo poco buenas que resultaron (¿acaso una titulaba Ferrocarril de Piedras?). En el seno de la familia se vivió la temporada feliz de Ormiga Rock (que ya ocupará algunas líneas), que no se salvó de su crítica principista; aunque sabemos, Sonsito, que igual te gustó. Yo lo veía poco; en esa época intimó mucho más con Edwin, mi sobrino-hermano-gemelo y con Richard. Los más amados enemigos íntimos. Hace poco con el mismo Ricardo Alfonso hablábamos de las tontas competencias que hemos tenido cada uno con cada miembro de la familia y que nunca fueron trascendentales, pero en el caso de Manuel, con su ausencia se sienten aún más tontas por no haberse podido saldar a tiempo. Conociéndolo al muelón, seguro que no deja de reírse y sentir que ganó la partida.

En la universidad se hizo mejor poeta, escribía llamándose Eme Zelada. En alguna celosa gaveta familiar aguardan algunos escritos memorables y maduros, que algún inescrupuloso plagió con seudónimo y todo; tienen cuenta de publicación aún no saldada.  En la universidad, entre sus pasiones, el amor y las fotocopias de lo civil y lo penal, “desde la histórica altura”  se profundizó en la causa de los descalzos, los descamisados y los humildes gorriones de los diarios; por el que sufre, por el que no hay ninguna razón que lo condene a andar sin manta y tomó el camino de la eternidad. Con su amor por  bandera se marchó cantando una canción, cantaba tan feliz que no escuchó la voz que le llamó; y tendido en el suelo se que quedó, sonriendo y sin hablar, sobre su pecho flores carmesí brotaban sin cesar. Una tarde la vida le fue esquiva y nos ha dejado con sus eternos 23, una canción de amor, “aquél que nació muy niñín, mirando al cielo, y que luego creció, se puso rojo y luchó con sus células, sus nos, sus todavías, sus hambres, sus pedazos.

La última vez que nos vimos, Oscar había enfermado. Iban a operar de algún gastro-hematoma-con-policoma a mi hermano, que siempre ha sido gordito pero tras un mes en el hospital y con su clásico pijama, parecía un judío de películas. Manuel vino y nos pusimos en plan transilvania para conseguir donadores de sangre, que exigían en el hospital. Eran mis primeros días de radio y recuerdo que hicimos una campañita que la Base Naval de Chimbote respondió de manera positiva. Manuel se reía cuando recorríamos las calles de Chimbote en el camión porta tropas con los marinos armados. “Chato, sólo basta que sepan que soy sanmarquino”, se burlaba “y la vamos a pasar mal”.

Esa vez, antes de irse me habló de su vida clandestina, de la actividad política y del peligro que corría. Esa fue la primera vez que me habló como a gente grande, a partir de esa vez lo hace a menudo y a cualquier hora. Al marcharse me regaló un libro de Lenin. “Las tres fuentes y las tres partes fundamentales del Marxismo”. No lo leí hasta poco después de su fallecimiento. Es el libro de filosofía que más lágrimas me ha costado. Podría decirse casi una novela rosa, que entre líneas me hacía ver y extrañar la sonrisa de Manuel y su epopeya.

Hay una serie de datos, de cosas que leo y escucho. Cosas que escribí en la pared de mi habitación, ante la desesperación de mi hermana que creyó que me volvía loco. Testimonios que me hablan de la inmortalidad. Hay cosas más intimas que no tengo pudor de desnudar. La congoja es un gusano que se enrrosca en la garganta  y te estrangula de pena aún cuando no quieres, yo siento así y por esa razón se encuentra este texto plagado de citas de canciones y poesías. Alguna cosa parecida le debió suceder a Miguel Hernández en su Elegìa a Ramón Sijé, con su llanto hortelano ante “la tierra que ocupas y estercolas, compañero del alma, tan temprano”.

Tenía que escribirlo. Le debía a mi hermano este homenaje. Perder a un hermano es una de peores pasadas que nos juega la vida, y luego darse cuenta que con las palabras completas y con los gestos, aunque lo sabíamos y lo sentíamos, fueron pocas las veces que nos dijimos “te quiero”. Será por tanto cariño que él jamás se marcha completamente y cada día me deja hablar con él, se ríe de algo, escribe conmigo y a gritos desentona las mismas canciones. Me recuerda a cada momento que llevamos el corazón al mismo lado. No se los había contado aún, es una suave presencia de gasa, feliz y juvenil que abraza lo mismo que abrazo, que ama igual que yo, que disfruta de la lectura por sobre mi hombro, que viaja conmigo sin pagar pasaje (el muy sabidazo), que se pone el tercer auricular en la oreja para escuchar a Sabina, a Serrano o a Calle Trece (aunque Yann Tiersen no le gusta mucho) y me esconde algunas veces la botella, mis cigarrillos o algo igual de preciado como un marcador o la cinta maskin. Ese mismo loco travieso que hace soñar a Wendell y a Javiercito,  a Pepe y a Juancito. Yo creo en el cielo. Ese espacio infinito a donde se van todas las almas. Entre algunos amigos míos, que se deben haber encontrado con Manuel y se visitan e intiman, están allá también mi Tía Elena, mi Tío Pedro y mi tío Eulogio, sus incondicionales protectores. Por fa, Cholito, les das mis saludos y cariños.