"Ni calco ni copia"

(En memoria de Enzo Lino, tan inquieto que no descansa en paz, y de todos los comunicadores que aún compartimos los mismos sueños y las mismas emociones.)
En los tiempos en que conocí las cosas, cada una parecía tener su característica. Aquello que la hacía única y distinta. Es cierto, en ese entonces había menos cosas; por ejemplo, había menos emisoras de radio y cada una tenía algo que la hacía diferente a la otra.

A mí me apasionaba. Seguro que en la historia del mundo aún existen tantos fanáticos como lo era yo. Compraba mis casetes para grabar canciones, noticieros, slogans, estilos de locutores, anuncios comerciales y hasta himnos del medio día y el ángelus, de pasada la hora nona. Yo también transité por el encantamiento.

Más de una vez, con los ojos fijos en el dial, he visto aparecer semidioses. Taumaturgos que propiciaban celestiales excursiones a los oyentes. Hechiceras que convertían la felicidad en lágrimas. Lazarillos de ciegos caminantes y sanbernardos de errados montañistas, que provocaban esa cosa seductora entre los fieles.

La codicia bíblica de la imagen y semejanza del creador. La pretensión pecaminosa de tocar el cielo. Esa llamada de gloria que nos empujaba a merecer lo impensado. Yo quería manejar el animal por dentro y maniobrar sus conjuros. Por fortuna, la vida me permitió dar el gran salto y conocer íntimamente a la radio.

He crecido bajo la influencia de una particular radio apasionada como mi Mamá, por esa razón no creo haber tenido otro destino. Año tras año, cada mañana de mi infancia y adolescencia, la veía ocuparse de sus quehaceres de ama de casa, alternando un mágico diálogo con los enseres domésticos y con los locutores.
Mamá tenía siempre esa misma charla, que no era para nada unilateral y lograba pues, no sé con qué hechizo, interactuar con el locutor. Sin llamadas telefónicas, ni conexiones de Messenger o Facebook, la radio realmente la escuchaba: ponía sus canciones, contestaba sus preguntas y la premiaba en concursos, para los que debía enviar millones de bolsas vacías de Ace, versos en cajitas de Colgate o montones de sobrecitos de Ajinomoto.

Así aprendí que el romance de Chimbote se parecía a Radio Progreso, pero se entendía mejor escuchando a Ernestina. Las tareas escolares de las mañanas eran exactas a la compañía de Radio Chimbote, en la voz cálida de Miguel Ángel Ventura.
Pero sin duda, si se trataba de hacer compras del mercado y empezar a cocinar, mi mamá – que era toda una experta- decía que no había nada como Radio El Mundo, con la voz animosa de Beto El Popular y, claro, los mediodías bien cuchareados, después del valsecito criollo, se identificaban bien con algún noticiero radial.

Algunos días, Silvia Vento era perfecta desde Studio 54 y las tardes de vuelta del cole, eran mejores con la compañía fresca y ochentera de Paul Arancibia, de Stereo 100. (Había también madrugadas con Radio Programas, desde el receptor impasible de mi Papá y sus poco digestivos desayunos políticos). En el tiempo que me tocó la radio, Chimbote tenía una emisora para cada hora. Pero a mí, Radio Onda Nueva me gustaba todo el día.

Aún sin pasar la adolescencia, un verano me reclutó el periodismo popular. La influencia de los ochentas florecía en Chimbote, con una primavera de banderolas. Una temporada de paros y manifestaciones fue el lugar de iniciación de mi prensa novicia.

Vivíamos en un mundo bipolar y el deporte político nacional era el sueño de la trinchera propia. Los militantes de la prensa alternativa éramos los jacobinos. La izquierda de los medios masivos.

El periodismo que militaba y era compañero en sindicatos, marchas, ollas comunes, tomas de local, congresos políticos y en asambleas comunales. Fuera del aire, reporteros, conductores, redactores y practicantes de ONGs, aprendíamos palabras nuevas y con ellas la personificación de zorros y libios; sacos, martacos, perros, bolches, fachos, troscos y moscos; reformos, ecuménicos y cristianófilos. 

Con ellos cada día, nos saludábamos, nos escuchábamos y nos cruzábamos entre tandas comerciales, cuadrando casetes, entregando guiones o devolviendo la posta del micrófono. Así fue mi debut, con la absoluta convicción de estar haciendo algo, aunque por lo general no estaba entendiendo nada.

Una suerte de Tratado de Tordesillas había dividido los dominios e imperios de los comunicadores. Unos tenían sindicatos y otras las secretarías de la mujer. Aquellos los pueblos jóvenes y estos a los campesinos.

Preciso: ellos los campesinos del valle y ustedes a los de las alturas. Por esos rumbos solíamos encontrarnos con afanes de peregrino (tal cual regresaban Charito Campos y Gertrudes Lara de la Casa de la Mujer), con las “tabas empolvadas” (como decía el vehemente Enzo Lino, que se fue al cielo con la grabadora en la mano), con los casetes repletos (…de Don Remigio Serna, que siempre traían bien editados Pepe Quezada o Augusto Riera de Cincos), con las pilas mordidas y exprimidas hasta su última carga (viejo secreto del vil oficio que alguna vez me confió Miguel Panta).

Desde que empecé a ser pupilo de Fr. Héctor Herrera, todos los caminos me llevaban a Roma, o más bien a la Urbanización El Trapecio, desde donde transmitía la 990 AM de Radio Onda Nueva.

No se puede contar una historia de Chimbote sin decir que el puerto nació para hacer industria y revueltas. Por lo tanto tenía miles de obreros y obreras en combativos sindicatos. Cientos de pueblos jóvenes organizados por varios grupos de izquierda con siglas increíbles. Ligas agrarias y juntas de usuarios de riego, con sus mártires de caminatas maratónicas.

Grupos de música y teatro popular; banderas y pancartas magisteriales que hacían hablar a las paredes. Quedaba todavía alguna librería de viejo y libros forrados con periódicos. Activaba la guardia obrera con brazaletes rojos y un singular movimiento cultural barrial y sindical que necesitaba su propio espacio.

Para la marcha eran las calles; para el drama, la danza y la música el Teatrín Cesar Vallejo o el Sindicato de Pescadores; se escribía en boletines y periódicos de poco tiraje y corta duración y, para el evangelio de los mensajes políticamente correctos estaba la radio, que sin duda era Onda Nueva.

En los años 90 en Chimbote había varios centros de producción radial. La comunicación alternativa era la herramienta de difusión de muchos grupos sociales y también fue la escuela donde se formó una gran parte de comunicadores y periodistas, que hoy conducen los medios.

Radio Onda Nueva era el lugar en donde esos sueños se hacían realidad. La lectura colectiva de la folletería de ALER, AMARC, CNR  y los manuales urgentes de José Ignacio López Vigil, se convertían en producciones educativas de construcción colectiva y en variedad de formatos. La varita mágica la tenía Emma Ruiz, la copropietaria de la emisora. Una verdadera productora ejecutiva que operaba la sala de grabaciones de la radio con un gran criterio.

Durante varios años, hice el recorrido al derecho y en reversa por Cincos, Atusparia, Cecopros, Aseproc y Natura. A mediados de los 90, quedaba aún como el último de los mohicanos una radio-revista, que me tocó conducir con Nancy Arellano, para la coordinadora de ONGs.

Era la secuela de la Campaña de Lucha Contra El Cólera, que azotó al puerto despuesito nomás del fujishock. Para ese entonces muchas de las frecuencias locales sobrevivían rengueando por el ataque de las radios transprovinciales y los monopolios de la comunicación. Radio Onda Nueva no fue la excepción.

Los efectos de la dictadura se hicieron notar también por esos rincones. Cada vez veíamos a menos colegas de entonces. Preguntábamos por ellos, nos sentíamos ingenuamente traicionados por los que se mudaron a las emisoras comerciales. A veces al cruzar por la plaza los veíamos y saludábamos de lejitos. Cada vez se acercaba como una amenaza fantasma el fin de la historia o el camino de Dios.

La radio se mudó a la Av. Gálvez, casi frente a la estación del Ferrocarril, en el tercer piso de un oscuro y vetusto edificio. Ahí terminé de despedirme en una temporada final. Ni Calco ni Copia era el nombre de un programa radial que era vocero de la campaña de celebración del Centenario del Nacimiento de José Carlos Mariátegui.

Yo me encargaba de la producción y conducción, obligándome a largas lecturas y diálogos sobre la vida de nuestro filósofo. Esa última etapa me acercó a la tertulia de café y camote frito en el Té Tila, que seguro he de abordar líneas aparte.

Creo que Ni Calco Ni Copia es el título perfecto para hablar de esta pasión y vida cerca de la radio. Tal vez esta nota sea demasiado testimonial. Pero ahora, cuando trato de reconstruir esa parte de mi vida, veo pasar la película con los rostros de los que compartimos la ilusión y cruzamos la delgada línea de la fantasía, para intentar convertirnos en las mismas deidades o tal vez fetiches, que algún día admiramos. No hay temor a errar; cada uno lo vio a su manera. Cada forma de ver y encarar la historia es única, ni calco ni copia de la historia de los demás.

Tengo aún fresca la tinta en mis manos. Las emociones me regresan a uno y mil días de radio. Voy a tener que volver sobre esos pasos y rescatar un homenaje a lo que se resiste a caer en el olvido.

 Yo sigo oyendo a Quilapayun, tengo un almanaque del Che en mi billetera, me gusta el rojinegro de las banderas y he salido a caminar por la cintura cósmica del sur. Cada vez que vuelvo a una sala de trasmisión, conservo la condición de radioapasionado que me hace conversar con la radio, como me lo enseño mamá. Frente al micrófono se prolonga la misma agitación de la primera vez.

Un poquito de pánico, una fuerte vibración, quizá por no saber cómo conquistar a la princesa. Lo que siento ahora debe ser la inquietud por abrazar a una vieja amiga. La misma emoción que me hace entrar como en un sueño, a las volandas, en la cabina tapizada de azul de Radio Onda Nueva y esperar a que Giulianna Panta encienda la lamparita roja on air.

Epílogo: A fines de los años 90, Radio Onda Nueva se convirtió en una Radio docente, en convenio con la Escuela de Comunicación de la Universidad del Santa. En la actualidad está a cargo de una congregación evangélica

(En memoria de Enzo Lino, tan inquieto que no descansa en Paz, y de todos los comunicadores que aún compartimos los mismos sueños y las mismas emociones.)
En los tiempos en que conocí las cosas, cada una parecía tener su característica. Aquello que la hacía única y distinta. Es cierto, en ese entonces había menos cosas; por ejemplo, había menos emisoras de radio y cada una tenía algo que la hacía diferente a la otra.
A mí me apasionaba. Seguro que en la historia del mundo aún existen tantos fanáticos como lo era yo. Compraba mis casetes para grabar canciones, noticieros, slogans, estilos de locutores, anuncios comerciales y hasta himnos del medio día y el ángelus, de pasada la hora nona. Yo también transité por el encantamiento.
Más de una vez, con los ojos fijos en el dial, he visto aparecer semidioses. Taumaturgos que propiciaban celestiales excursiones a los oyentes. Hechiceras que convertían la felicidad en lágrimas. Lazarillos de ciegos caminantes y sanbernardos de errados montañistas, que provocaban esa cosa seductora entre los fieles.
La codicia bíblica de la imagen y semejanza del creador. La pretensión pecaminosa de tocar el cielo. Esa llamada de gloria que nos empujaba a merecer lo impensado. Yo quería manejar el animal por dentro y maniobrar sus conjuros. Por fortuna, la vida me permitió dar el gran salto y conocer íntimamente a la radio.
He crecido bajo la influencia de una particular radio apasionada como mi Mamá, por esa razón no creo haber tenido otro destino. Año tras año, cada mañana de mi infancia y adolescencia, la veía ocuparse de sus quehaceres de ama de casa, alternando un mágico diálogo con los enseres domésticos y con los locutores.
Mamá tenía siempre esa misma charla, que no era para nada unilateral y lograba pues, no sé con qué hechizo, interactuar con el locutor. Sin llamadas telefónicas, ni conexiones de Messenger o Facebook, la radio realmente la escuchaba: ponía sus canciones, contestaba sus preguntas y la premiaba en concursos, para los que debía enviar millones de bolsas vacías de Ace, versos en cajitas de Colgate o montones de sobrecitos de Ajinomoto.
Así aprendí que el romance de Chimbote se parecía a Radio Progreso, pero se entendía mejor escuchando a Ernestina. Las tareas escolares de las mañanas eran exactas a la compañía de Radio Chimbote, en la voz cálida de Miguel Ángel Ventura.
Pero sin duda, si se trataba de hacer compras del mercado y empezar a cocinar, mi mamá – que era toda una experta- decía que no había nada como Radio El Mundo, con la voz animosa de Beto El Popular y, claro, los mediodías bien cuchareados, después del valsecito criollo, se identificaban bien con algún noticiero radial.
Algunos días, Silvia Vento era perfecta desde Studio 54 y las tardes de vuelta del cole, eran mejores con la compañía fresca y ochentera de Paul Arancibia, de Stereo 100. (Había también madrugadas con Radio Programas, desde el receptor impasible de mi Papá y sus poco digestivos desayunos políticos). En el tiempo que me tocó la radio, Chimbote tenía una emisora para cada hora. Pero a mí, Radio Onda Nueva me gustaba todo el día.
Aún sin pasar la adolescencia, un verano me reclutó el periodismo popular. La influencia de los ochentas florecía en Chimbote, con una primavera de banderolas. Una temporada de paros y manifestaciones fue el lugar de iniciación de mi prensa novicia.
Vivíamos en un mundo bipolar y el deporte político nacional era el sueño de la trinchera propia. Los militantes de la prensa alternativa éramos los jacobinos. La izquierda de los medios masivos.
El periodismo que militaba y era compañero en sindicatos, marchas, ollas comunes, tomas de local, congresos políticos y en asambleas comunales. Fuera del aire, reporteros, conductores, redactores y practicantes de ONGs, aprendíamos palabras nuevas y con ellas la personificación de zorros y libios; sacos, martacos, perros, bolches, fachos, troscos y moscos; reformos, ecuménicos y cristianófilos.  
Con ellos cada día, nos saludábamos, nos escuchábamos y nos cruzábamos entre tandas comerciales, cuadrando casetes, entregando guiones o devolviendo la posta del micrófono. Así fue mi debut, con la absoluta convicción de estar haciendo algo, aunque por lo general no estaba entendiendo nada.
Una suerte de Tratado de Tordesillas había dividido los dominios e imperios de los comunicadores. Unos tenían sindicatos y otras las secretarías de la mujer. Aquellos los pueblos jóvenes y estos a los campesinos.
Preciso: ellos los campesinos del valle y ustedes a los de las alturas. Por esos rumbos solíamos encontrarnos con afanes de peregrino (tal cual regresaban Charito Campos y Gertrudes Lara de la Casa de la Mujer), con las “tabas empolvadas” (como decía el vehemente Enzo Lino, que se fue al cielo con la grabadora en la mano), con los casetes repletos (…de Don Remigio Serna, que siempre traían bien editados Pepe Quezada o Augusto Riera de Cincos), con las pilas mordidas y exprimidas hasta su última carga (viejo secreto del vil oficio que alguna vez me confió Miguel Panta).
Desde que empecé a ser pupilo de Fr. Héctor Herrera, todos los caminos me llevaban a Roma, o más bien a la Urbanización El Trapecio, desde donde transmitía la 990 AM de Radio Onda Nueva.
No se puede contar una historia de Chimbote sin decir que el puerto nació para hacer industria y revueltas. Por lo tanto tenía miles de obreros y obreras en combativos sindicatos. Cientos de pueblos jóvenes organizados por varios grupos de izquierda con siglas increíbles. Ligas agrarias y juntas de usuarios de riego, con sus mártires de caminatas maratónicas.
Grupos de música y teatro popular; banderas y pancartas magisteriales que hacían hablar a las paredes. Quedaba todavía alguna librería de viejo y libros forrados con periódicos. Activaba la guardia obrera con brazaletes rojos y un singular movimiento cultural barrial y sindical que necesitaba su propio espacio.
Para la marcha eran las calles; para el drama, la danza y la música el Teatrín Cesar Vallejo o el Sindicato de Pescadores; se escribía en boletines y periódicos de poco tiraje y corta duración y, para el evangelio de los mensajes políticamente correctos estaba la radio, que sin duda era Onda Nueva.
En los años 90 en Chimbote había varios centros de producción radial. La comunicación alternativa era la herramienta de difusión de muchos grupos sociales y también fue la escuela donde se formó una gran parte de comunicadores y periodistas, que hoy conducen los medios.
Radio Onda Nueva era el lugar en donde esos sueños se hacían realidad. La lectura colectiva de la folletería de ALER, AMARC, CNR  y los manuales urgentes de José Ignacio López Vigil, se convertían en producciones educativas de construcción colectiva y en variedad de formatos. La varita mágica la tenía Emma Ruiz, la copropietaria de la emisora. Una verdadera productora ejecutiva que operaba la sala de grabaciones de la radio con un gran criterio.
Durante varios años, hice el recorrido al derecho y en reversa por Cincos, Atusparia, Cecopros, Aseproc y Natura. A mediados de los 90, quedaba aún como el último de los mohicanos una radio-revista, que me tocó conducir con Nancy Arellano, para la coordinadora de ONGs.
Era la secuela de la Campaña de Lucha Contra El Cólera, que azotó al puerto despuesito nomás del fujishock. Para ese entonces muchas de las frecuencias locales sobrevivían rengueando por el ataque de las radios transprovinciales y los monopolios de la comunicación. Radio Onda Nueva no fue la excepción.
Los efectos de la dictadura se hicieron notar también por esos rincones. Cada vez veíamos a menos colegas de entonces. Preguntábamos por ellos, nos sentíamos ingenuamente traicionados por los que se mudaron a las emisoras comerciales. A veces al cruzar por la plaza los veíamos y saludábamos de lejitos. Cada vez se acercaba como una amenaza fantasma el fin de la historia o el camino de Dios.
La radio se mudó a la Av. Gálvez, casi frente a la estación del Ferrocarril, en el tercer piso de un oscuro y vetusto edificio. Ahí terminé de despedirme en una temporada final. Ni Calco ni Copia era el nombre de un programa radial que era vocero de la campaña de celebración del Centenario del Nacimiento de José Carlos Mariátegui.
Yo me encargaba de la producción y conducción, obligándome a largas lecturas y diálogos sobre la vida de nuestro filósofo. Esa última etapa me acercó a la tertulia de café y camote frito en el Té Tila, que seguro he de abordar líneas aparte.
Creo que Ni Calco Ni Copia es el título perfecto para hablar de esta pasión y vida cerca de la radio. Tal vez esta nota sea demasiado testimonial. Pero ahora, cuando trato de reconstruir esa parte de mi vida, veo pasar la película con los rostros de los que compartimos la ilusión y cruzamos la delgada línea de la fantasía, para intentar convertirnos en las mismas deidades o tal vez fetiches, que algún día admiramos. No hay temor a errar; cada uno lo vio a su manera. Cada forma de ver y encarar la historia es única, ni calco ni copia de la historia de los demás.
Tengo aún fresca la tinta en mis manos. Las emociones me regresan a uno y mil días de radio. Voy a tener que volver sobre esos pasos y rescatar un homenaje a lo que se resiste a caer en el olvido.
 Yo sigo oyendo a Quilapayun, tengo un almanaque del Che en mi billetera, me gusta el rojinegro de las banderas y he salido a caminar por la cintura cósmica del sur. Cada vez que vuelvo a una sala de trasmisión, conservo la condición de radioapasionado que me hace conversar con la radio, como me lo enseño mamá. Frente al micrófono se prolonga la misma agitación de la primera vez.
Un poquito de pánico, una fuerte vibración, quizá por no saber cómo conquistar a la princesa. Lo que siento ahora debe ser la inquietud por abrazar a una vieja amiga. La misma emoción que me hace entrar como en un sueño, a las volandas, en la cabina tapizada de azul de Radio Onda Nueva y esperar a que Giulianna Panta encienda la lamparita roja on air.

Epílogo: A fines de los años 90, Radio Onda Nueva se convirtió en una Radio docente, en convenio con la Escuela de Comunicación de la Universidad del Santa. En la actualidad está a cargo de una congregación evangélica