Recordar a Lucho Oliva (entre el Due, La Taberna y El Bucanero)

Hace un montón de tiempo habían tres lugares fantásticos en Chimbote. Esos lugares a donde tenías que pasar cada noche en que quisieras pasarla bien. Uno de ellos era El Bucanero. Tenía una barra extraordinaria donde cada noche podías (…y yo lo hacía a menudo) "beber con extraños y llorar por los mismos dolores" (José Alfredo, dixit).

Sobre El Bucanero voy  ocuparme alguna vez en una sección aparte. Otro de esos lugares era el Due, un bar cerquita del mar, con un anfitrión extraordinario que siempre sonreía y parecía saber lo que necesitabas.

En la barra, en una mesa o afuera en el parqueo, el Due era siempre un buen lugar para pasar la noche; toda la noche. Unas cuadras más allá estaba La Taberna: el otro paraíso de la noche. Tenía un histórico mobiliario rústico donde te sentabas como querías mientras escuchaba  cantando a gritos, un valsecito añejo, las internacionales de Sena Lomparte y algún otro invitado de lujo.

No por uno desfilaban por cada uno de eso tres lugares, las conocidas caras de la bohemia del puerto. Saludándonos sin conocernos, invitándonos sin saber nuestros nombres, sonriendo por haber coincidido de nuevo ese fin semana; o esa media semana.

Durante cinco años, más o menos, en esos tres lugares ocupé buena parte de mi vida e hice algunas amistades. Casi todas las noches, al salir de la oficina siempre quedaba algún tema pendiente que no podía resolverse sin una cerveza o un vaso de ron con hielo y con algunos nuevos amigos. A veces se prolongaba la noche y sin darse uno cuenta, ya se encontraba envuelto en esa marea de la que era un placer dejarse llevar.

Yo conocí el Due una de esas noches. Creo que hasta alguna vez escuché en serio a alguien que me dijo que perdía el tiempo de noche en noche y de bar en bar. Nada de eso. El bar era bastante pequeño como para no cruzar los ojos con alguien y ser escuchado o escuchar la conversación de la mesa de junto.

Había una hora en que se complicaba todo y no había mesas propias, que significaran una barrera. Así pude confirmar en voz propia de porteños que Chimbote era “…ese puerto que yo nunca olvido jamás, callecita que pude en mi infancia correr…”.

En la voz noctámbula del Due (así como en El Bucanero y en La Taberna, aunque en ritmos diferentes) se hacía la memoria del puerto noche a noche. No faltaba nunca alguien que contara – ni quien se negara a escuchar- por vez enésima, cómo eran las playas de puerto veinte años atrás, el disfrute de los carnavales en los tiempos de la foto en blanco y negro, el brillo de las luces altas en los salones del Hotel Chimú, los exitosos charoles de Banchero Rossy, la rumbosa noche sin fin del Saoco. No recuerdo mayores nostalgias de mis cómplices parroquianos que aquellas que los remitían al recuerdo de la gloria del Galvez Campeón, los tiempos suaves de los Pasteles Verdes y por su puesto de Los Rumbaney.

La guitarra de Lucho Oliva estaba siempre colgada de una pared en el Due. "Oyeme", decía al llegar el cantor y todo el mundo volteaba a saludarlo, a beberse con él un trago. Le invitábamos a estarse en la mesa y cantar unas cuantas canciones. Entre saludos y tragos, ese querido viejo nos contaba sus historias, nos permitía presumir con él en nuestra mesa y hablar de canciones añejas.

Y cuando ya se tenía que marchar, sin habérselo pedido de manera expresa, él sabía lo que todos esperábamos. Entonces veíamos venir esa ola inconmensurable de nostalgia, de victorias en el puerto. Pedíamos renovar los tragos, encendíamos un cigarrillo y nos quedábamos todos quietos en la mesa esperando. Lucho Oliva parecía elevarse en su propia silla, cobraba una dimensión de altura y cantaba: “corazón, por qué la quieres…?”.

Entonces, el Due se convertía en un centro de culto, de todas las mesas, de todas las bancas, desde la acera donde también se bebía, se hacía silencio para escuchar “Llora corazón”. Tres minutos tardaba el encanto, venía el aplauso, las merecidas gracias y el maestro cogía del brazo a su guitarra diciendo: “Se acabó la rumba caballero” y se perdía por la avenida Bolognesi, rumbo a La Taberna. Poco a poco mientras se alejaba iba recobrando su tamaño real y su humanidad.

Fueron momentos maravillosos los de esas noches habiendo conversado como en ningún otro lugar de la pasión atormentada de Arguedas por sus acorraladores zorros de arriba y de abajo, de los cuentos de Ortega y del movimiento cultural, del movimiento obrero de pescadores y siderúrgicos, de la aparición de la imprenta off set, de los primeros diarios y radio emisoras; de esa extraordinaria discoteca de Manuel Cipriano Espinoza, donde podrías reeditar la historia de la música en el puerto, sin interrupciones.

El terremoto del 70, los pueblos jóvenes y las contradicciones de la agonía de lo clásico entre las migraciones y la calidad de ciudad campamento, en que iban convirtiéndola inversionistas que despertaron del sueño de la tierra de promisión, en cuanto asolaron la sardina y la anchoveta.

Se me hizo frecuente salir del trabajo, cenar algo ligero y caminar rumbo al mar. Más bien, rumbo al bar. En el Due, las historias que escuchabas de Chimbote se consolidaban e incluso podías hacer  tu propia historia. Recuerdo que alguna vez pedí a Lucho Oliva que tocara él la guitarra para yo cantarle su propia canción. Don Lucho era complaciente y me permitió recordarlo así, siguiéndome en silencio, apenas moviendo los labios, mientras yo tal vez perpetraba “Llora Corazón”. Ahora que lo recuerdo no eran muchos mis años, pero mis emociones al respecto son las mismas.

Hacia la segunda mitad de los años 90, seguramente todas las cosas que se describía del pasado tenían la profundidad de la historia. Ya quienes contaban las anécdotas no las referían como hablando de ayer, si no “del ayer” y con ese tono categórico de “todo tiempo pasado fue mejor”. Sin duda, creo que no hay mejor tiempo que el tiempo que puede ser recordado. Ese es el tiempo de la vida de Lucho Oliva, un tiempo para recordar.

Yo cruzaba la línea de los veinte, envuelto en la bruma suave del puerto, envuelto en bruma espesa de esas noches. Volvía a casa con la niebla de la madrugada y al despertar en el sopor de la media mañana e ir por un ceviche, no había en todo ese camino mejor banda sonora que esa poética canción. Esa canción es Llora Corazón y siempre la seguirá cantando Lucho Oliva, junto a Los Rumbaney.