Un día diferente

(Por: Ricardo Ayllón) Juanito, Mariano y Margarita viven frente a mi casa, puedo verlos todo el día, felices, casi siempre jugueteando en el descampado verde que es lo primero que diviso por las mañanas cuando despliego las cortinas de mi habitación.

Los tres son parecidos: morenitos, alegres, gorditos, algo pleitistas. Micaela, mi hija menor de cuatro años, los ha hecho sus amigos; cada vez que sale a la calle y los ve, corre hacia donde están y los saluda con afecto; a veces los acompaña en sus juegos, y siempre que se despide de ellos promete volver.

Luego de embarcar a mis hijos al colegio y retornar a mi gabinete en el segundo piso de la casa, me gusta abrir las ventanas no solo para que entren con fuerza los potentes y clarísimos rayos del sol de Cajamarca, sino para fijarme por dónde andan Juanito, Mariano y Margarita. Verlos haciendo de las suyas tan temprano me regocija.

Unas veces se entretienen fastidiando a los perros callejeros; otras, huyen asustados con la presencia del camión de la basura que pasa puntual a las nueve y media haciendo una bulla atroz; en algunas ocasiones los descubro alrededor de un viejo sauce que ofrece poca sombra pero que ellos han convertido en un amigo entrañable; pero otras veces se pierden de mi vista y solo puedo volver a toparme con su presencia casi al terminar el día; sabe Dios dónde se meten los bandidos.

La movilidad trae a Micaela como a la una de la tarde, y no bien baja del vehículo se vuelve hacia el descampado de enfrente para ver si sus amigos andan cerca. Si no los halla me pregunta intrigada dónde pueden estar; mientras trasponemos la puerta de la casa yo invento una excusa para ellos, le digo que su mamá los llevó a pasear, o que están disfrutando de una sabrosa comida porque ya es hora del almuerzo.

Satisfecha con mi explicación, Micaela se sienta a comer conmigo, me cuenta en su breve pero hermoso lenguaje de cuatro años las incidencias de su día en la escuela, y cada vez que los recuerda, me pregunta si sus amigos del frente ya habrán terminado de almorzar.

Para que no se distraiga en ese pensamiento y termine toda la comida, le explico que ellos comen mucho, por eso están gorditos y tardan tanto, que no se preocupe, que los verá más tarde. Entonces Micaela inventa historias sobre ellos, historias divertidas con las que me contagia su alegría. Reímos mucho juntos, y cuando me percato, concluyo que es inevitable referirnos casi todo el día a los buenos de Juanito, Mariano y Margarita.

Pero hoy todo ha sido diferente. Hace unos minutos unos chillidos potentes destrozaron la tranquilidad del barrio. Rápidamente me asomé por la ventana para ver qué ocurría y vi que una mujer inmensa y ruda levantaba con violencia a Juanito.

Me quedé petrificado, sin atinar a nada; entonces el grito desesperado de Margarita acompañó súbitamente al de Juanito, y casi al instante también el de Mariano. ¿Qué estaba ocurriendo?

Dos hombres los habían tomado también a ellos y comentaban algo que no llegaba hasta mis oídos. ¿Los estaban secuestrando? Y no había nadie en ese momento en el pequeño y apacible paisaje de mi barrio.

Bajé rápidamente al primer piso, salí al patio delantero, abrí la puerta que da a la calle y el grito de los pequeños era aún más fuerte. Corrí hacia donde estaban los secuestradores decidido a enfrentarlos, a reclamarles por lo que estaban haciendo… pero antes de llegar a ellos, surgió de algún lado doña Segunda, la dueña de Juanito, Mariano y Margarita. Fue suficiente escuchar lo que les dijo para entenderlo todo: “Todavía están tiernitos pero están bien para lechón, y solo han comido verdurita”.

Me detuve en ese metro cuadrado, bajo el bello sol de Cajamarca, sin saber qué hacer. Doña Segunda los estaba vendiendo, ¿tendrían más de cinco meses? No lo creo.

Mientras contemplaba cómo recibía uno a uno los billetes, recordé que los cerdos que doña Segunda crió el año pasado fueron sacrificados todavía en Navidad, pero eran unos animales inmensos, adultos y fuertes que habían gozado plenamente de la vida.

Sin embargo a Juanito, Mariano y Margarita se los llevaban chiquitos, tiernos. Pasó por mi mente la forma en que los sacrificarían. Un cuchillo inmenso terminando de hacer su trabajo y un charco abundante y rojo quedó suspendido en el último segundo de ese pensamiento.

¿Qué hora era? Casi las once de la mañana. En dos horas llegaría Micaela y no encontraría a sus amigos, tampoco los encontraría mañana, ningún otro día, nunca más. Agradecí el hecho de que no viera la forma en que se llevaban a los cerditos, pero volví a casa pensando en la explicación que le daría cuando empezara a indagar por ellos.

Hoy le diré lo mismo, que se fueron a almorzar con su mami, ¿pero mañana?, ¿y pasado mañana?, ¿el fin de semana cuando ella sale con su platito de cáscaras de verduras y, mientras los cerditos comen, aprovecha para rascarles el lomo con cariño? ¿Qué le diré?...

Quiero retomar el trabajo, me acomodo frente a la computadora y vuelvo sobre el documento que he dejado a medias; sin embargo, casi como un acto reflejo lo cierro con violencia, abro un archivo nuevo en Word y solo atino a escribir a manera de consuelo: “Juanito, Mariano y Margarita viven frente a mi casa, puedo verlos casi todo el día, felices…”.