Una señora en busca de colores

Doña Dora Zavaleta dibuja sus sueños todas las mañanas. Mientras se calza las pantuflas deshilachadas recobra sin problemas el recuerdo del reciente sueño y lo retiene como si fuera una pastillita de felicidad debajo de la lengua.

Entonces, casi a tientas y ayudada por la escasa luz de la alborada filtrándose medrosa por su pequeño cuarto, busca en la gaveta de su mesa de noche el lápiz carboncillo y el cartapacio de dibujo donde volverá a bosquejar un nuevo sueño.

Así ocurre todas las mañanas. Cinco años atrás el único hijo que tenía en esta vida se le fue al extranjero; y el marido, aburrido de no tener sobre qué apoyar el matrimonio, también la abandonó.

Luego de superar la depresión con visitas al psiquiatra y buenas dosis de somníferos, doña Dora Zavaleta, sesentona solitaria, hizo renacer dentro de sí esa vida pasada que había olvidado en un ramaje del tiempo sintiendo que tenía nuevamente quince años. Quince añitos, aquellos en los que fantaseaba estudiar artes plásticas en Lima, vivir de su talento y ser feliz por siempre.

Pero nada es perfecto en este mundo. A pesar de que se volcó con vehemencia sobre ese sueño juvenil ejercitándose con un profesor de dibujo (un vecino de El Progreso que se gana la vida pintando murales chillones en picanterías y colegios de inicial), supo que su verdadera edad no le serviría para hacer una carrera en el arte, y se resignó (con secreta dicha) a dibujar lo primero que la inspirara. Con los días y los meses, se descubrió plasmando sus sueños.

La primera vez fue un impulso natural, y las otras, el nacimiento de un hermoso hábito en el que está embarcada ya algunos años acumulando decenas de cuadernos de dibujo.

Son los fines de semana los que sale rumbo al mar, desde su inadvertida casa en Laderas del Norte, buscando los colores. Porque lo que doña Dora Zavaleta hace por las madrugadas es solo dibujar con el lápiz carboncillo, trazar en blanco y negro los paisajes de sus sueños, y esperar los domingos para ir tempranito detrás de los colores y dar vida a sus bocetos anodinos.

Antiguos familiares fallecidos, animales fantásticos avivando naturalezas muertas, utensilios de cocina cayendo sobre la quietud de una cama rosa, caballos en tropel salvando montículos de basura… Santiago Azabache, el amigo que me habló de ella y me ha convencido de esperarla de regreso de su caminata de colores, ha visto aquellos dibujos una y otra vez.

La conoció una tarde en que vino a tramitar su título de docente a las oficinas norteñas de la Universidad San Pedro. Él pasó cerquita de ella, resbalaron de sus manos los cuadernos de dibujo y sus páginas se desplegaron al filo de la acera como aves del Paraíso con sus matices raros.

Cuando Santiago se inclinó para ayudar a levantarlos, ella agradeció sumisa. Intercambiaron dos palabras, y veinte minutos más tarde, doña Dora Zavaleta ya estaba mostrándole en su casa los abundantes cuadernos y las más alucinadas estampas coloreadas con témperas y acuarelas escolares.

Son las seis de la tarde de hoy domingo de marzo, y ella va a surgir por alguna parte de aquella calle ancha, la prolongación de Ruiz, que corta El Progreso y llega hasta Laderas del Norte. Aquí estamos Santiago y yo, compartiendo un cigarrillo en una esquina del Hospital Obrero aguardando sin apuro a esta mujer distinta mientras escuchamos el rumor de los vehículos modelando la carretera Panamericana con su velocidad.

Él me recomienda que pasemos de frente a la acción, que la abordemos y la acompañemos con respeto a su casa haciendo oídos sordos a los perros que le ladrarán y los niños que murmurarán sin cautela “¡La loca que dibuja, la loca que dibuja…!”, haciendo cabriolas tras de ella.

Nada impedirá que visite yo también su casa para ser testigo de esta leyenda urbana que juzgo como un milagro en estos tiempos: una señora misógina que cada fin de semana va en busca de los colores. Aspiro nuevamente el cigarrillo y achino los ojos intentando divisar algo. No veo nada todavía. En el rostro de Santiago florece una sonrisa ambigua.