Yo tengo ya la casita...

Anoche hablé por teléfono con mi papá y canté con él por el auricular. Yo tengo ya la casita que tanto te prometí, me decía a miles de kilómetros de distancia; y yo le seguí con inmediata segunda voz, tan llena de margaritas, para ti. En mi cajabambina niñez, que siempre visito y guardo con gratitud, yo cantaba con papá.

Solía acompañarlo a tomar el aire fresco de la noche, en el balcón del segundo piso de la que fue nuestra casa familiar, hasta que casi cumplía siete años. Él cantaba viejos boleros, tangos, valses y sabe Dios qué rebuscadas romanzas, rompiendo el nocturno silencio andino con el trémolo de su voz. Todas las veces, mi voz mínima se alzaba para fundirse con la suya en las sílabas finales de canciones, que nunca aprendí completas, pero que a veces canto y tarareo en silencio cuando la falta del hogar me abruma.

Hace unas semanas, junto a mamá, mi papá ha hecho algo increíble. Antes de resignarse a una vida sedentaria ha vuelto a ser el beduino que conocí. Ha arrastrado la carpa de su tienda a cientos de kilómetros por el desierto, en busca de nuevas aguas. Ha hecho aquello que hizo múltiples veces desde antes que yo lo conociera. Se ha mudado de casa.

Ha dejado el aroma de las flores del camote santeño, por los algarrobales piuranos. Dejó la casa de Santa y siguiendo por la misma ruta costera, ha avanzado hasta la ciudad de Piura. Allí ha plantado ahora la tienda y, conociéndonos como nos conocemos, tal vez no sea este el último fortín familiar.

Por esa razón, cuando yo recuerdo la vieja casa de Cajabamba, no sólo se trata de la conexión musical que Papá y yo hicimos desde cuando pequeño. Tampoco se trata sólo de contar y recordar todas las casas que hemos mudado. Intento más bien de subrayar aquello que no ha cambiado jamás a fuerza de rodar. Aquello que uno reconoce dentro de cada una de ellas, cuando distingue la llama del hogar, a través de las ventanas del recuerdo.

En la prehistoria hubo, para papá y mamá, una casa de recién casados, sin hijos. Temporalmente existió también una casa en Shorey, en el asiento minero de Quiruvilca. Del capitalino solar de Barranco, en Enrique del Campo 103, tengo difusas memorias; la he conocido mejor cuando ya no vivíamos ahí.

Quedó por muchos años junto a la casa de mi Tía Elena, como un apéndice semihabitado para sobrinos, huéspedes y viajeros de ultramar. La casa de Cajabamba, en un verde vallecito cajamarquino, fue la cuarta de la familia. La quinta casa fue la de Santa, en la cuatricentenaria Villa de Santa María de la Parrilla, a pocos minutos del puerto de Chimbote. Allí nos mudamos con todos nuestros ataditos a fines del año 81 y, con todos sus frenesíes y desasosiegos, transcurrió la vida de la familia por más de treinta años.

Todas las casas en las que hemos habitado han tenido siempre lo mismo adentro. Pudo haber cambiado de lugar las cosas, pero ahí estaba siempre todo. Desde los habitantes (salvo por alguno que se marchó u otro que nos despidió al borde del camino), hasta los enseres.

Desde los diálogos, hasta los viejos libros; desde cucharas y herramientas, hasta las viejas ollas parlanchinas de mamá; contando también la mantelería, los retratos, las almohadas y, naturalmente, la misma vieja y redonda mesa y sobre mesa. A menudo en esa misma mesa redonda, (que hace siglos heredáramos -yo creo- del propio Rey Arturo -y aún  no ha sido restaurada-), se han desbaratado dictaduras de todo el mundo; se han mejorado las reformas de cada rincón del orbe, se han prolongado huelgas de hambre por justas causas y por estas, más de una vez, hasta se ha cebado los mosquetes y ajustado las armaduras.

Los Martínez Pinillos hemos sido todos jacobinos, por eso hemos regresado alguna vez a las intestinas discusiones de Tomas de Aquino y se ha revisado bajo la lupa el nihilismo de Nietzsche. Se ha reivindicado a Guillermo de Okham y hemos asistido a los argumentos filosóficos de Kant y Hegel. Nos ha mortificado la cínica postura de Berkeley y hemos admirado el existencialismo de Sartré.

En esa misma mesa enésima se ha elogiado a Morgan en la voz del buen Federico y su adulado Carlitos Marx. A nuestra mesa se han sentado el amauta José Carlos y el cholo Vallejo; nos ha relatado su larga marcha el Che y el propio Heraud nos ha recitado cómo ha defendido y amado a su patria (nuestra patria), hermosa como una espada en el aire.

Las mudanzas implican sofisticadas técnicas de empacado y embalaje de todo tipo de bártulos; también de mucha paciencia y harto desprendimiento para desechar inservibles. Mudarse, creo yo después de largos años de práctica, implica guardar a buen recaudo los recuerdos y volver a la antigua fogata tribal. Guardar, en el arca de las alianzas, la consolidación del imaginario y el mito familiar.

Y vaya que hay que saber el oficio. Cuando Papá decidió que la casa de Santa se vendía, ya tenía listo un pliego de cartulina y un carbón, para fabricar el letrero (empresa que frustramos a tiempo, aprovechando técnicas de impresión mucho más modernas.) Luego la consabida puja interna por el precio, modificado diez veces hacia arriba y diez veces hacia abajo, de acuerdo a la variable más firme del mundo: el estado de ánimo.

Lo esencial es que la casa se vendía. Seguramente no se trataba de una tarea fácil. Siempre queda una querencia en el corazón, uno vuelve siempre a tener en el bolsillo las llaves de puertas que pertenecen ahora a otros, o pega las narices al vidrio del coche cuando pasa por el frontis; o se permite pedir a los nuevos amos, dejar ver el antiguo dormitorio (por última vez), el viejo patio o alguna pared donde aún vive algún trazo de la infancia, algún corazón de la adolescencia, o hasta el aire donde todavía se conserva el aroma de algún sudor familiar o el perfume a violetas de mamá.

En unos pocos días debo reunirme con la familia, para celebrar las fiestas de fin  de año a la luz de un nuevo hogar. Nos iremos a sentar nuevamente alrededor de esa mesa médium a invocar a los espíritus, que han de recordar a la Rusia soviética que describían Gorki, Ostrovski y Aitmatov, la revolución aprista del 30, donde Barreto se inmortalizó según el relato de Thorndike. Descenderemos del Granma oyendo la seca tos del Che.

Vamos a trajinar por los montes de Lucho de la Puente; debatiremos con Béjar y Tito Flores Galindo sobre las reformas de Velasco y la transición de Morales Bermúdez, que permitió a Belaunde ir hacia Adelante!(¿?). No podremos abordar el tren eléctrico contando dólares MUC, pero si pasaremos lista a quienes la dictadura más reciente desapareció, encarceló y asesinó. En esa mesa redonda habrá un recuento de los últimos sucesos en el país y de los más próximos lugares conocidos. Ah! Y también vamos a abrazarnos y a hacer las mismas bromas de siempre que nos hacen reír y reconocer nuestras carcajadas y nuestros dientes.

Va a volver a cantar mi papá. Él que siempre ha sido un gran cantante y no porque tuviera el público perfecto; es que supo diferenciar las cosas y no obstante su militancia comunista no nos arrulló (aturdió) con La Internacional ni Venceremos en nuestra cuna. Voy a volver por la Vereda Tropical, a la casita que tanto te prometí, que tiene una ventanita silenciosa que está triste y desolada como yo y queda al frente de mi viejo amor que es la escuela de mi tierra que jamás olvidaré.

En la nueva casa voy a estar sólo unos días y tal vez no me parezca tan nueva como lo es, porque dentro estará todo igual. Esta vez cobra vigencia aquella imagen de Vallejo cuando regresa cabalgando a casa y descubre que todo está “tan de lo más bien, que por fin mi caballo, fatigado por cabecear a su vez, y entre sueños, a cada venia, dice que está bien, que todo está muy bien”. Pronto, después de los abrazos, se pondrá de nuevo en camino mi corazón a pie.