Saltar en la oscuridad, saltar

Chimbote en Línea (Por: Augusto Rubio Acosta)  Conozco a Miguel Rodríguez de las semanas que siguieron a la caída de la dictadura, de la tarde en que Jaime Guzmán me llamó entusiasmado para entregarme el manuscrito de “Leyenda del padre”, novela que había llegado en un sobre proveniente de Francia y que el Quijote de la cuadra siete del jirón Pizarro me conminaba a leer con premura.

Conocí a Miguel por ese tiempo, así, sin conocerlo. A través del manuscrito pude acercarme a fondo al universo vital y literario de su padre, cerciorarme de sus pasos, entender mejor la época que le tocó vivir, conocer a los artistas con quienes interactuó y se hizo poeta; a través de esos folios intenté y fracasé en la interpretación social del puerto de aquellos años, de sus enormes y repetidas posibilidades perdidas.

Conocer a alguien mediante un libro, leerlo antes de estrecharle la mano en vivo (en HD), es mejor que hacerlo del modo convencional. Meses después, al año siguiente (2001), acompañé a Jaime –a bordo de su viejo bólido celeste- a revisar las portadas de la dichosa novela que se imprimía en un taller ubicado en Jorge Chávez, por entonces polvorienta y peligrosa calle ubicada debajo del puente Gálvez.

Así, en idas y venidas, en tertulias infinitas propias del quehacer cultural, conocí un poco más a Miguel, supe que –al igual que su padre- escribía poesía, escuché algunas anécdotas, me enteré que su llegada al puerto y nuestro encuentro era inminente.

El día que Miguel Rodríguez presentó su libro en Chimbote, en el local donde a mediados del siglo XX estuvo ubicado el primer prostíbulo de la ciudad, el suscrito fue uno de los seiscientos asistentes. Se trataba del acto cultural más impresionante que la historia recuerde.

Nos presentaron apresuradamente en el ingreso, pero estoy seguro que él no lo recuerda; a la salida de esa noche inolvidable, el mar humano conducía en vilo a Washington Delgado, Miguel Gutiérrez y Oswaldo Reynoso, quienes junto a Fernando Cueto y el propio Miguel formaron parte de la mesa de honor. No era el momento apropiado para el diálogo, para decirle lo que pensaba de su novela, había demasiada gente ansiosa de cerrar la noche con tumulto (como debía ser) y yo debía trabajar al día siguiente. 

Un calendario después me enteré que Rodríguez volvió al puerto con un poemario bajo el brazo, hubo que presentarlo como era debido y ahí estuvimos, pero las multitudes hicieron lo suyo, diversas circunstancias volvieron a impedir conocernos.

Los años y los libros pasan, pero lo leído nunca se va, no se olvida. El tercer libro de Miguel que llegó a mis manos fue uno de tapa roja que editó Ricardo Vírhuez. A la distancia, durante los años siguientes, leí algunos de sus ensayos en Ciberayllu, espacio que publicaba también mis cuentos y crónicas. Luego, cuando migré a Twitter lo perdí de vista, volviéndolo a encontrar en Facebook hace cierto tiempo.
Ayer, de manera sorpresiva, Miguel publicó en su muro, en una especie de breve defensa del arte de la escritura al interior de la vida familiar, palabras fraternas y solidarias para con el suscrito que recibo reconfortado y agradezco a la distancia.

No hay jubilación para un artista, Miguel, bien lo sabes; es la forma de vida que hemos elegido y como tal no tiene fin, nunca termina. A veces uno enciende luces, a manera de terapia, para darse más fuerza en circunstancias complejas de la vida; en ocasiones es la simple rutina (el vicio) que se nos pega, sin darnos cuenta que la luz interior del corazón de los hombres puede estar encendiéndose como una llama, haciéndose hoguera, tornándose en incendio. Liszt decía: “doloroso y grande es el destino del artista”. Qué se yo de esas cosas, me recupero de mis males y me echo a andar, a leer, a saltar en la oscuridad, en ese universo paralelo donde se agitan las teclas y vibra (se calcina siempre) el alma humana.

Gracias, viejo, no te pierdas; algún día en Provence o en Chimbote (más temprano que tarde) al fin nos conoceremos. ¡Salud!

 

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