Chimbote en Línea (Por: Germán Torres Cobián) Volver imaginariamente a Madrid, a la ciudad donde hemos pasado gran parte de nuestra vida, significa otorgar una gran concesión al recuerdo y la añoranza. Sobre todo si este hipotético retorno supone transitar por calles mil veces andadas y recorrer tiendas, librerías, museos y parques, o visitar restaurantes donde tantas veces degustamos el exquisito cocido madrileño, la fabada asturiana, el pollo al chilindrón aragonés, las angulas de Aguinaga, el pote gallego, el bacalao al pil-pil vasco, el queso manchego, las truchas a la Navarra, los deliciosos vinos vallisoletanos de la Ribera del Duero, y otros manjares propios de la tierra española para el buen beber y mejor yantar. Esta evocación incluye el gozo de entrar nuevamente al Museo del Prado; a la Biblioteca Nacional en el Paseo de Recoletos con sus treinta millones de publicaciones; al Museo “Reina Sofía”, que alberga el “Guernica” de Picasso; a la pinacoteca Thyssen- Bornemisza que ofrece a sus visitantes pinturas desde el Renacimiento hasta el siglo XX. Y, sobre todo, supone trajinar nuevamente el Barrio de las Letras (nuestro hábitat frecuente por haber vivido muy cerca de esta zona madrileña) con su calle del Prado donde se ubica el Ateneo de Madrid, lugar predilecto para las tertulias de Pérez Galdós, de Machado, de nuestro amigo Julio Luelmo y otros acreditados intelectuales españoles; la Plaza de Tirso de Molina en el que se sitúa el Club de Amigos de la UNESCO, baluarte cultural de la lucha antifranquista en los años 60 y 70, donde organizamos algunas charlas-coloquio sobre César Vallejo, una conferencia de Eduardo Gonzáles Viaña, y un recital poético del escritor trujillano Jorge Díaz herrera. En fin, transportarse mentalmente a Madrid supone pasar nuevamente por la calle de Lope de Vega con su Convento de San Ildefonso de las Trinitarias Descalzas donde yacen los restos de don Miguel de Cervantes Saavedra que, 400 años después de sepultado, parece que se ha extraviado en medio de otros cuerpos inhumados en el mismo lugar. Y ahora lo andan buscando.
Después de participar en el combate naval de Lepanto contra los turcos donde fue herido en el pecho y la mano izquierda, y tras formar parte de diversas expediciones navales y recorrer varias ciudades de Italia, en 1575, encontrándose en Nápoles, Cervantes se dispuso a regresar a España. Lamentablemente, fue aprisionado frente a las costas de Barcelona junto a su hermano Rodrigo por unos piratas turcos que lo llevaron a Argel y pidieron un rescate de 500 escudos de oro por su libertad.
Cervantes estuvo cinco años prisionero en penosas condiciones e intentó escapar hasta en cuatro oportunidades. En 1580, bondadosos monjes Trinitarios llegados desde España, tras pagar por su liberación, sacaron a Cervantes de las mazmorras de Argel. A fines de ese año ya se encontraba en Madrid. A partir de esta fecha, el autor de “Novelas ejemplares” vive unas experiencias que ya la hubieran querido para sí cualquiera de sus más complicados personajes novelescos, el Quijote incluido. Viaja a Portugal, regresa a Argelia, recorre media España, lo encierran en la cárcel en dos o tres ocasiones por diversos motivos, ejerce diversos oficios, y mientras tanto va escribiendo una obra que ha dejado una huella perpetua en la Historia de la Literatura Universal. Cervantes pasó los últimos años de su vida en Madrid yendo de aquí para allá en el antiguo Barrio de las Letras donde también vivían Quevedo y Lope de Vega. Afectado por una grave enfermedad, el ilustre alcalaíno murió el 23 de abril de 1616, y fue enterrado en el Convento susodicho.
Desde fines de abril pasado, un pequeño equipo que reúne a un historiador, un prestigioso forense y un georradarista, con la ayuda de sofisticados artefactos inventados en este siglo XXI, está buscando los restos del Príncipe de las Letras Hispanas que, como ha quedado dicho antes, parece que se ha confundido con otros difuntos que han sido sepultados cerca de él. La tarea es bastante complicada porque, aún en el caso de que se hallara su supuesto cadáver, se tendría que comprobar su autenticidad mediante las huellas de las heridas que recibió en el combate de Lepanto, única manera de saber si es del creador de Alonso Quijano el Bueno.
A nuestro humilde juicio, si lo encuentran, en buena hora, y si no, es igual. Se ha gastado un montón de dinero buscando los restos de García Lorca, y no lo han encontrado; con los despojos del gran pintor Diego Velásquez pasó lo mismo, también se le buscó en Madrid vanamente. A nuestro parecer, los cadáveres de los grandes personajes del arte y la literatura que por cualquier circunstancia se han extraviado o han sido desaparecidos, no deberían buscarse, convendría que permanecieran donde estén y como estén. Y mejor habría que recordarles donde mejor están: en sus óleos, en sus poemas, en sus novelas, en su música… Como dice el escritor Jorge F. Hernández: “Los restos de Cervantes están en todos sus lectores y en las obras de todos los autores entrañables que confunden molinos con gigantes y viajan en caballos de madera, pero también en las bibliotecas tapiadas por la ignorante arrogancia de los que dicen saber algo sin leer una sola página y en los miles de muertos anónimos que esperan justicia aún en su silencio”.
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