Jesús entra en la ciudad santa. Y sus dirigentes religiosos que tenían la Palabra de Dios, no habían dado fruto. Sus hojas estaban secas. No se podía cosechar como dicen Miq. 7,1 y Jr. 8,13. No aceptaban que un pobre del pueblo proclamara el reino de Dios, porque no creían en él. Su soberbia y orgullo los enceguecía, como puede enceguecer a los poderosos de hoy. Su miedo era evidente. No podían tolerar que siga viviendo, quien cuestiona sus privilegios y el haberse “adueñado de la Palabra de Dios”. ¿Cómo iban a permitir que Jesús les cuestione su negocio en el templo, el ser reverenciados y llamados los maestros y señores? Con esto la muerte está cerca, tramaban como apoderarse de él, mediante el engaño. Esto nos dice Mc 14,1-15.
El complot estaba en marcha, como hoy se desaparece a las personas y discípulos de Jesús, opuestos a la corrupción y a los dioses del poder y del dinero. Jesús era consciente de su pasión. Sabe que lo golpearán, lo ultrajarán como anunció Is. 50,4-7, pero confía en Dios su Padre, quien no lo defrauda.
Jesús sabe que será traicionado por uno de sus discípulos, como hoy podemos traicionar a Jesús por nuestra falta de fe y testimonio de vida. Aun así comparte la comida o la cena de Pascua, pero será la comida de la nueva alianza, sellada con su sangre. Y es en la cruz donde dona totalmente su vida por nosotros. Se abandona en las manos de Dios para darnos vida y esperanza. Para que tú y nosotros no tengamos miedo de dar testimonio de su nombre. Él no se buscó a sí mismo, se entregó libre y voluntariamente por amor a todos nosotros, para que nosotros cristianos seamos signos visibles del amor de Dios. Que es posible vencer el odio con el amor, el rechazo y la intolerancia por los caminos del diálogo, que nacen de una fe profunda en Dios y creer que un mundo nuevo es posible. Porque creemos en la vida, triunfamos en aquél que nos amó primero para que hagamos posible la fraternidad, la justicia y la paz como don de Dios. (Fr. Héctor Herrera, o.p.)