El evangelio de Mc. 12,28-34, nos presenta a un letrado que se acerca a Jesús y le pregunta ¿Cuál es el precepto más importante? Y Jesús le responde con el credo israelita, Dt 6,4 ss “Escucha, Israel, el Señor nuestro Dios es uno solo. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todas tus fuerzas. El segundo es: amarás al prójimo como a ti mismo (Lev 19,18). No hay mandamiento mayor que estos (v.29-31).
El fundamentalismo religioso de los fariseos y letrados había convertido los diez mandamientos en 630 mandamientos, como puede sucedernos hoy en día quedarnos en los preceptos, olvidando lo fundamental que nos vuelve a redescubrir Jesús en la línea profética el amor a Dios, nos lleva a ser amados por Él y nos remite a amar al prójimo como a sí mismo, porque quien se ama, se valora y sabrá amar y valorar a los demás.
Dios nos ama a través de toda la historia de la salvación. Como nos recuerda el Papa Benedicto XVI en su carta Dios es amor: “ La historia de amor de Dios con Israel consiste, en el fondo, en que Él le da la Torah, es decir, abre los ojos de Israel sobre la verdadera naturaleza del hombre y le indica el camino del verdadero humanismo. Esta historia consiste en que el hombre, viviendo en fidelidad al único Dios, se experimenta a sí mismo como quien es amado por Dios y descubre la alegría en la verdad y en la justicia; la alegría en Dios que se convierte en su felicidad esencial: « ¿No te tengo a ti en el cielo?; y contigo, ¿qué me importa la tierra?... Para mí lo bueno es estar junto a Dios » (Sal 73 [72], 25. 28).”(D.C. No. 9).
El letrado queda satisfecho con la respuesta de Jesús; antes que ritos y sacrificios, está el amor a Dios, de quien brota la solidaridad y el amor hacia nuestros hermanos; ya no se circunscribe a los conciudadanos, Jesús universaliza al prójimo: es quien siente necesidad. El amor enraizado en Dios es tarea de cada cristiano.
Como Iglesia hoy tenemos que volver a las fuentes: « Los creyentes vivían todos unidos y lo tenían todo en común; vendían sus posesiones y bienes y lo repartían entre todos, según la necesidad de cada uno » (Hch 2, 44-45). Lucas nos relata esto relacionándolo con una especie de definición de la Iglesia, entre cuyos elementos constitutivos enumera la adhesión a la « enseñanza de los Apóstoles », a la « comunión » (koinonia), a la « fracción del pan » y a la « oración » (cf. Hch 2, 42). La « comunión » (koinonia), mencionada inicialmente sin especificar, se concreta después en los versículos antes citados: consiste precisamente en que los creyentes tienen todo en común y en que, entre ellos, ya no hay diferencia entre ricos y pobres (cf. también Hch 4, 32-37).
A decir verdad, a medida que la Iglesia se extendía, resultaba imposible mantener esta forma radical de comunión material. Pero el núcleo central ha permanecido: en la comunidad de los creyentes no debe haber una forma de pobreza en la que se niegue a alguien los bienes necesarios para una vida decorosa” (D.C. No. 20).
Ama a Dios y encontrarás la alegría y felicidad de amarlo en los que te rodean (Fray Héctor Herrera, o.p.)