Cuidaba y protegía a los dos niños huérfanos, de la hija Clotilde, a quien tanto había querido y que era la menor de tres hermanos. Había conocido la viudez, formado a tres generaciones. Siempre enseñaba y estaba pendiente de los hijos. Cada día les enseñaba a orar. Había una gran comunicación entre la directora de la escuela, Eva y ella. Era una maestra por sus consejos, su amor y servicio a todos. A todos trataba con cariño y los escuchaba. Ninguno se iba sin ser apoyado.
Su fe era grande. Y siempre decía: no les dejaré riquezas, pero sí la gran riqueza de una buena educación. Aprovechen el tiempo y sean dedicados al estudio.
El niño creció junto a su hermana. Fue creciendo. Iban a misa. Le llamaba la atención los Padres Maristas. Quería imitarlos. Le entusiasmaba las misiones. Había un despertar de aquél pequeño. De pronto un día parte a un colegio internado. ¿Sería un sacerdote? Sólo Dios lo sabía. Creció y estaba él seguro. Se enfermó. El tío le decía hijo mejor estudia para profesor, así estarás cerca de nosotros.
Un médico cristiano católico, le decía: “No te desesperes hijo, si Dios lo quiere serás sacerdote. Sanarás y Dios tiene sus caminos”.
Cuando le pregunté por sus heridas en las piernas, me dijo: “Estas cicatrices son cuando te salvé de morir”. Entonces comprendí ese amor profundo de una madre, que es como el amor de Dios, que nos habla el evangelio de hoy Jn 15,9-17: “Como el Padre me ha amado, así los he amado yo, permanezcan en mi amor”.
Siempre decía, Dios me preste la vida para verte sacerdote, como era tu deseo. Y allí estaba, dándome la bendición. Enfermó y me dijo: “Esta será mi última enfermedad. Ya no me levantaré. Los he querido, como mi hija los hubiera querido, me da pena dejarlos otra vez huérfanos, ámense como yo los he amado”. Estas fueron sus últimas palabras. Durante tres meses ya no pudo hablar más.
Y es que comprendí el evangelio de Jesús: “Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos”. Era una amiga y maestra, tan cercana y tanta atenta, cariñosa y trabajadora. Una mujer que sabía compartir con el más necesitado y que había descubierto el don de Dios en su sencillez y desde su pobreza compartía con el que más lo necesitaba.
Los llamo amigos, nos dice Jesús hoy, porque les he enseñado todo lo que aprendí de mi madre. Ella era amiga. Nos eligió, como Dios nos ha elegido a todos. Porque nos enseñó la riqueza de la fe, la fortaleza de la educación y la ternura de Dios. Este es el amigo Jesús que aprendí en un hogar humilde, pero con el calor del amor y de la comprensión, de la compasión y de la misericordia, del saber ser solidario y compartir con el necesitado. Y la disciplina del que se esfuerza por ser mejor cada día como Cristo nos lo pide.
Un 3 de junio de 1978, se apagó su vida. Pero era la Iglesia de Chimbote, con su Pastor a la cabeza, Mons. Carlos Santiago Burke, o.p. , todos los hermanos de la comunidad dominicana y el clero quienes oficiaban la misa en el templo de San José Obrero. Todos vestían de blanco, como signo de la resurrección. Porque ella no ha muerto, vive en nuestro corazón.
Sobre su epitafio de la tumba, había la imagen de la Virgen María nuestra Madre. Porque siempre nos inculcó: María es nuestra madre, madre de todos que nos conduce a Jesús. Ella los protegerá y guiará. Y en la lápida escribimos la historia del evangelio de hoy: “Nadie tiene mayor amor, sino aquél que da la vida por sus amigos. Ámense como yo los he amado”.
Para ti hijo, a, joven y adulto: la madre es el don más maravilloso que Dios nos da. Ámenla, no un día, sino toda la vida. No con las palabras, sino con las obras. Mientras las tengan en vida, denles el cariño, el amor y el respeto, velen por su salud y sus necesidades. Y sobre todo vean en el ejemplo de María de ser cristianos consecuentes, fieles seguidores de Jesús, amantes de la Palabra y de la práctica para vivir rectamente en el hogar.
Hagan de sus hogares una casa de oración, de reconciliación, de perdón, de solidaridad cristiana, que defienden la vida y los derechos de todos, que cuiden de ese hogar que es la creación, de las aves y de los pájaros, de los árboles y de los jardines, de la limpieza de la ciudad. Y sobre todo de la limpieza del alma para no ver más muertes, ni escándalos que oscurecen la dignidad del ser humano.
Hagamos de la humanidad: un jardín donde se respire la paz, la bondad, la generosidad, donde nadie abuse de su poder, sino donde el diálogo y la comprensión sean la fuerza del amor de Dios que inspira nuestras vidas.