Hoy la liturgia de la Iglesia actualizará el acontecimiento más trascendental de la historia humana y que la dividió en dos partes, en un antes y un después: el nacimiento del Hijo de Dios que despojándose de su rango, puso su tienda en medio de nosotros. Acostumbrados al bienestar, a la comodidad, a celebrar la cena de Navidad con abundante panetón y pavo al horno, nos resulta enigmática e incomprensible la conducta de Dios.
Los primeros en conocer la gran noticia, no fueron ni Herodes, ni el procurador de Roma, ni la aristocracia sacerdotal del templo, sino los pastores que no tienen ni nombre ni prestigio. A ellos quiso Dios anunciarles la gran noticia: "tranquilícense, miren que les traigo una buena noticia, una gran alegría que lo será para todo el pueblo: hoy en la ciudad de David, les ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor" (Lc 2, 11-12).
Leyendo esta página del Evangelio, cómo se caen nuestros esquemas mentales, cómo quedan descalificadas las actitudes arrogantes, cómo nos descabalga Dios a cada uno de nosotros, eternos buscadores de notoriedad y de prestigio.
La Palabra Eterna de Dios, por medio de la cual fue creado todo lo que existe, vino a nuestro mundo silenciosamente, sin alharaca, ni bullicio, cuando la noche estaba a la mitad de su carrera.
El nacimiento del Verbo Encarnado establece desde el principio una relación simétrica con nosotros. Él es el pobre, el desvalido, el indefenso y el excluido. Comparte con los marginados de nuestro mundo, el anonimato y las carencias. Sus padres no encontraron para Él un lugar en la posada, nos dice San Lucas.
Dios se ha compadecido de sus criaturas. Su modo de actuar denuncia la visión plana y adormecedora de la lástima, propia de aquellos que teniéndolo todo, se acercan asimétricamente a aquellos que no tienen nada.
El Emanuel se ha sumergido en nuestro mundo, identificándose con los sin casa, los sin trabajo y sin apellido. Se cumplen las palabras proféticas del Magníficat: "Derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes".
Que el poder de los ídolos que nos seducen y nos engañan no sean capaces de destruir en nosotros, las entrañas de misericordia que nos vino a traer el Sol que nace de lo alto, para guiar nuestros pasos por el camino de la paz.
Cantemos, pues, jubilosos: "Gloria a Dios en el cielo y paz en la tierra a los hombres que Él quiere tanto" (Lc 2, 14).
(Mons. Ángel Francisco Simón Piorno – Obispo de la Diócesis de Chimbote)