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Dentro de esta realidad concreta, la Iglesia continuadora de la misión evangelizadora de Cristo está llamada a ser portadora del Misterio Pascual: anunciar a Cristo muerto en la cruz y resucitado, liberar al ser humano de toda esclavitud del pecado.
Jesús nos enseña que una evangelización nueva, va acompañada de signos de desprendimiento: “no lleven más que un bastón, ni pan, ni alforja, ni dinero en la faja, sino sandalias y una túnica (v.9). El anuncio del reino es testimonio de vida y una identificación con los más pobres, como lo hizo su maestro; porque la historia humana encuentra su pleno sentido en Cristo (Ef. 1,10).
Jesús nos invita hoy a volver al núcleo del Evangelio, para vivir nuestra fe comprometida en contemplar el rostro de Cristo en los que más sufren, en defender a los débiles y necesitados, en promover la salud, la defensa de la vida, la oración personal y comunitaria, en ir creando nuevas condiciones de vida que creen una conciencia de superar las estructuras injustas, en promover el valor y el respeto de la familia, formar el corazón de niños y de jóvenes que en Cristo hemos sido elegidos por amor (Ef. 1,4)
La Iglesia tiene conciencia que sólo será creíble, si es fiel a su misión: "Porque, si evangelizo, no es para mí motivo de gloria, sino que se me impone como necesidad. ¡Ay de mí, si no evangelizara!" (1 Cor. 9,16). Y estar abierta a los retos y problemas del mundo de hoy.
Evangelizar constituye, en efecto, la dicha y vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda. Ella existe para evangelizar, es decir, para predicar y enseñar, ser canal del don de la gracia, reconciliar a los pecadores con Dios, perpetuar el sacrificio de Cristo en la santa Misa, memorial de su muerte y resurrección gloriosa. (E.N. 14).
“Evangelizar significa para la Iglesia llevar la Buena Nueva a todos los ambientes de la humanidad y, con su influjo, transformar desde dentro, renovar a la misma humanidad: "He aquí que hago nuevas todas las cosas" (2 Cor 5,17)”(E.N.18)