Nuestra mirada reconoce en ese hombre destrozado y abatido no a un revolucionario eliminado por peligroso, ni siquiera a un hombre honrado víctima de la injusticia, sino al Hijo de Dios, al Dios Crucificado.
Este hombre fracasado que ha terminado de la peor manera, es el Hijo de Dios y por eso en su cuerpo llagado, en su rostro, en su gemido y en sus palabras se nos ha revelado Dios.
Él nos ha dejado un encargo y es que reconozcamos su rostro en todos los abatidos, en todos los marginados y crucificados de la tierra. Por eso, quien sube hasta la Gólgota debe, descender a los sótanos de este mundo para adorar a es Dios Crucificado en los hombres y mujeres de la tierra.
La Semana Santa ha de ser para todos nosotros un momento privilegiado para descubrir el misterio de amor que brota de la Cruz de Cristo.
Ese amor es la clave para entender el abajamiento de Cristo y la sensación afligida que experimenta, sintiéndose abandonado del Padre. Es ahí, donde empezamos a entender la grandeza de este hombre que en la cruz grita, “Dios mío, Dios mío, porque me has abandonado”, para a continuación exclamar “en tus manos encomiendo mi espíritu”.
Pues bien, los creyentes también durante estos días empezamos a entender nuestra vida que participa de la Cruz de Cristo, pero también de su Resurrección.
Somos un amasijo de fragilidad y de grandeza. Cuando nuestra sensibilidad está viva y experimentamos deseos de mejorar y progresar espiritualmente, cuando otorgamos el perdón con generosidad, cuando nuestra sensibilidad se revela frente a la injusticia, la marginación o la corrupción, nuestra existencia es expresión de la fuerza de Cristo, vencedor de la muerte y del pecado.