(Por: P.Jaume Benaloy Marco).- La piedra está movida y el sepulcro vacío. "No está aquí. Cristo ha resucitado" (Lc 24,6), escuchan las mujeres en la mañana de aquel primer domingo de pascua.
A pesar del peligro y del dolor, movidas por el amor, no tuvieron miedo de acercarse hasta la tumba para ungir a su Señor. Son mujeres valerosas, sufridas, pero llenas del coraje que nace de la fe, la esperanza y el amor sin límites. En ellas se cumplirá a cabalidad la bienaventuranza prometida: "Dichosas las que lloran porque Dios las consolará" (Mt 5,4). Como señala J.Ratzinger, "así como bajo la cruz se encontraban únicamente mujeres -con la excepción de Juan-, así también el primer encuentro con el Resucitado estaba destinado a ellas. La Iglesia, en su estructura jurídica, está fundada sobre Pedro y los Once, pero en la forma concreta de la vida eclesial son siempre las mujeres las que abren la puerta al Señor, lo acompañan hasta el pie de la cruz y así lo pueden encontrar también como Resucitado" (Jesús de Nazaret, vol.II, p.306).
Esta presencia de discípulas entre el grupo de los seguidores de Jesús puede pasar hoy desapercibida. Sin embargo, fue una de las características singulares del Maestro de Nazaret. No era habitual entre los judíos permitir a las mujeres formar parte de las escuelas rabínicas y seguro que le costó más de una incomprensión, crítica y descrédito.
Ayer como hoy, en la comunidad eclesial las mujeres son mayoría. Son ellas las que siguen buscando al Señor Jesús con ternura y confianza. En la actualidad, las asambleas litúrgicas tienen rostro femenino y los cantos resuenan con preclara voz de mujer. Son miles las que se consagran a su Amado Jesús y renuncian a proyectos personales con radicalismo evangélico. Las madres y abuelas católicas siguen siendo las principales protagonistas de la transmisión de la fe y de la iniciación cristiana en sus familias y en las parroquias. En los consejos pastorales son abundantes las consejeras, las representantes de los grupos y las responsables de las actividades pastorales. Son incontables las que en su trabajo profesional se sienten enviadas por Dios a ser su Iglesia en el mundo del trabajo, de la educación, de la salud, de la economía, de los medios de comunicación, etc. Ellas son la Iglesia del Señor.
En aquella mañana inolvidable de pascua, fueron mujeres las que dieron testimonio de que resucitó Jesús, nuestro Maestro y Señor. Ellas son las primeras testigos de la Buena Noticia de la victoria de Cristo sobre la muerte y el pecado. "Fueron María Magdalena, Juana, María la de Santiago y las demás mujeres que estaban con ellas las que comunicaron estas cosas a los apóstoles" (Lc 24,10). Ellas se convirtieron en las primeras misioneras de la Iglesia naciente. La misión eclesial comenzó con voz de mujer y, desde entonces, son ellas las que siguen pregonando el Evangelio con entusiasmo y valentía.
Sin embargo, "ellos (los discípulos) pensaron que eran imaginaciones, y no les creyeron" (Lc 24,11). Sólo Pedro se levantó y fue corriendo al sepulcro (cf. Lc 24,12). Desafortunadamente, ayer como hoy, en la sociedad y en nuestra propia Iglesia, el testimonio valioso de tantas mujeres sigue generando, en ocasiones, desconfianza y rechazo. Aunque es innegable que mucho se ha avanzado en el reconocimiento de la igualdad y dignidad de la mujer, todavía queda mucho por andar. A menudo, no cuenta su voz porque simplemente son mujeres, no llevan un clerygman o no visten un hábito de religiosa. Ser mujer, bautizada sin más, parece que no basta, aunque no hay mayor dignidad que la de ser hijas e hijos de Dios. ¿Por qué nos asombra entonces que muchas mujeres hoy quieran ser “sacerdotes”?¿Por qué nos rasgamos las vestiduras al verlas liberarse del rol tradicional en el hogar y poner sus talentos al servicio del bien común?¿Por qué son capaces de dirigir con sabiduría los destinos de los pueblos, de las empresas, de las asociaciones y son consideradas “indignas” en nuestras comunidades eclesiales?¿Por qué las lágrimas suelen derramarse en mejillas de mujer?¿Por qué sigue habiendo tantas madres “solteras”, en realidad, abandonadas, violentadas, golpeadas, ninguneadas? ¿Por qué tantos “por qué” y lamentos de mujer?
or un lado, quizá hemos olvidado quienes somos en realidad y tengamos que volver a aprender la verdadera antropología, la genuina humanidad, ese binomio singular y complementario, común-unión de hombre y mujer en igual dignidad y preciosa diversidad. Por otro lado, quizá todos, varones y mujeres, hemos confundido el sentido del ministerio ordenado convirtiéndolo en un poder meramente humano, olvidando que la autoridad es sinónimo de servicio fraterno a ejemplo de Cristo, Buen Pastor y Esposo de la Iglesia, quien en la última cena con sus discípulos inicia la “revolución de la toalla”, lavándoles los pies para que también nosotros hagamos lo mismo (cf. Jn 13,1-17).
Sea cual sea la respuesta a tantas incomprensiones, minusvaloraciones y desprecios, afortunadamente también para las mujeres de hoy se cumplirá la bienaventuranza prometida en el Sermón del Monte: "Dichosas serán ustedes cuando les injurien y persigan, y digan contra ustedes toda clase de calumnias por causa mía. Alégrense y regocíjense, porque será grande su recompensa en los cielos, pues así persiguieron a los profetas que vivieron antes que ustedes" (Mt 5,11-12).
¡Feliz pascua a todas las mujeres y hombres que han creído y siguen anunciando, con palabras y obras, al Crucificado Resucitado!
Cristo vive; andemos, pues, en una Vida nueva, personal y eclesialmente.
¡Unidos a Jesús vivamos la fraternidad... y la sororidad!