Chimbote en Línea (Especiales).- El Perú es sorprendente porque en él se dan, a la vez, procesos que en otras latitudes podrían ser considerados como opuestos: estamos viviendo al mismo tiempo un crecimiento de la economía formal y uno de la economía del delito.
No es novedoso por eso que ahora estemos pasando, en simultáneo, a otra etapa de desarrollo del narcotráfico en el país, cuyos indicadores más visibles son la ubicación del Perú como el mayor productor de cocaína en el mundo, la expansión del lavado de activos y el incremento paulatino del sicariato y de la “violencia por causas desconocidas”. En realidad, estos indicadores son solo, sin embargo, las puntas visibles del iceberg.
La pregunta que surge a más de año y medio del nuevo Gobierno (2011-2016) es si ha habido un viraje en el tema, si la estrategia que se viene aplicando es adecuada y si podríamos considerar que el problema es actualmente solo de implementación. La verdad, todavía es demasiado temprano para sacar conclusiones contundentes, pero es importante ya advertir las fortalezas y las debilidades que pueden determinar los resultados finales del quinquenio. Después de todo, es al inicio de cada periodo de gobierno que se configura, por acción u omisión, la política del Estado, y ya estamos a más un tercio del periodo de Humala.
Lo nuevo con el Gobierno 2011-2016, la diferencia con las administraciones previas, es que ahora hay voluntad política y más activismo estatal, pero ello no garantiza un triunfo, pues se trata de revirar un ciclo de desarrollo del narcotráfico en el Perú que ha tomado por lo menos una década en su configuración actual, y parte de esta configuración ha venido siendo la aceptación de un desempeño mediocre del Estado en esta área.
Un Estado ineficaz no podrá cambiar la tendencia principal hasta hoy en curso de una presencia creciente del narcotráfico en la vida nacional. La fórmula peruana para no resolver los problemas ya la conocemos: es una mezcla de grandes discursos, declaraciones y convenios, con una dotación de presupuestos ralos para el tema, poca concentración de “masa crítica” en las áreas claves y un olvido paulatino del punto en la agenda estratégica de los decisores. Parte de esta fórmula de autocomplacencia es el aplauso desmedido a los pequeños avances y un ocultamiento de la enorme brecha que se va abriendo entre el problema y nuestras soluciones.
En realidad, si el Estado va a asumir en serio la política prohibicionista, requiere un viraje, por lo menos de la misma magnitud del que dio el narcotráfico hace una década, cuando comenzó un giro en su “modelo de negocios”, que el Estado peruano no advirtió, con lo que prosiguió con su tradicional política inercial ante el tema. Hacia los años 2001-2004, el narcotráfico descentralizó la cadena de producción de cocaína, y así la mayoría de los agricultores se convirtieron en poceros, y “nacionalizó” la cadena de transporte hasta los puntos de salida en puertos y zonas de frontera, con lo cual transfirió este riesgo a manos peruanas.
Se trataba, en el fondo, de un rediseño organizacional que reemplazó el viejo esquema de integración vertical de los carteles colombianos por un esquema descentralizado y fragmentado en la base y eslabones intermedios, bajo la égida de los grandes cárteles mexicanos.
Comenzó de nuevo a incrementarse la extensión del cultivo de coca, que pasó de 43.400 hectáreas el año 2000 a 62.500 el 2011. El lavado de activos en el Perú aumentó, y se estima que mueve alrededor de 6 mil millones de dólares anuales, lo que implica ya otro nivel de articulación con una franja empresarial corrupta.
El cambio en la distribución de los incentivos disparó el problema. Los nuevos “arreglos institucionales” enraizaron socialmente el negocio de la cocaína. Comenzó de nuevo a incrementarse la extensión del cultivo de coca, que pasó de 43.400 hectáreas el año 2000 a 62.500 el 2011. Hubo un aumento de la productividad y la eficiencia, pues los poceros peruanos comenzaron a experimentar la utilización de nuevos insumos que terminaron por aumentar el factor de convertibilidad de la coca en cocaína. Al final, el lavado de activos en el Perú aumentó, y se estima que mueve alrededor de 6 mil millones de dólares anuales, lo que implica ya otro nivel de articulación con una franja empresarial corrupta.
El interrogante el día de hoy es si lo que hemos visto en 16 meses de gobierno, proyectado a 5 años, abre la expectativa de que ahora sí podríamos evolucionar a un escenario diferente. En efecto ha habido algunas muestras de coherencia, con el incremento de la erradicación, que ha llegado a 14 mil hectáreas, 2 mil más que lo normal; se ha legislado contra el lavado de activos y la pérdida de dominio; y ha seguido consolidándose el desarrollo alternativo exitoso en el Alto Huallaga. Pero el Estado no muestra los niveles de eficacia y coordinación necesarios para impulsar todos los elementos de la estrategia contra el narcotráfico, y ese desajuste es de hecho un rediseño efectivo de la política decidida, integral en el papel pero sesgada en los hechos.
De esta forma, el discurso acepta que el problema no es solo policial ni militar, pero el bloqueo tradicional del Estado para desarrollar los componentes sociales de la estrategia y para la propia interdicción hace que la confianza repose finalmente solo en las soluciones que aplican la fuerza abierta. El sesgo equivocado de estos meses es que, por deformación profesional, Palacio de Gobierno se imagina que está viviendo una guerra de posiciones, y envía a los soldados a ocupar territorios, cuando es la retaguardia entera la que está ocupada, y las fronteras en este tipo de combate son móviles, porque lo que nos diferencia del camino seguido por México es que allá, en un nivel de desarrollo del narcotráfico, las partes entran a una guerra declarada, que potencia aún más el conflicto, mientras que aquí se vive una guerra subrepticia, cotidiana, porque el narcotráfico ha decidido vivir en los intersticios de la sociedad peruana y no necesita para su crecimiento sino una estrategia invasiva, porosa, de infiltración.
En términos estratégicos, hay una confusión en la determinación del blanco principal, el senderismo o el narcotráfico, dada la imbricación entre ambos, pero la no distinción del “hermano mayor” militariza la lucha antinarcóticos. Esto produce un rediseño de la política al andar. En el laboratorio la política tiene la pulcritud de los marcos lógicos, metas, responsables, comisiones multisectoriales y plazos. Pero la política efectiva es otra.
Con esto, el escenario tendencial al 2016 podría ser la antesala de la mexicanización, sin necesariamente una confrontación abierta, con una sociedad atravesada por la cultura de la trasgresión. Porque lo que finalmente busca el narcotráfico no es un gran zona liberada, sino un país con licencia social para el delito, por obra de la derrota de la sociedad por el delito. Lo que necesita es solo una sociedad desviada (Arroyo 2012), un pacto en silencio entre todos para la admisión como normal de una sociedad sin institucionalidad, sin confianza ni integridad, una sociedad con un iceberg inmenso que hace anómalo nuestro crecimiento y no sostenible el sueño peruano de colocar al país en un status nuevo en el planeta.
Ese escenario tendencial de una democracia maniatada, de un Estado comprometido, de una economía de doble acumulación, de una sociedad degradada moralmente, es lo que toca ahora afrontar, y eso se decide en los valles cocaleros pero también en el país todo. No es casual que la última CADE empresarial haya tocado este tema como central. El dilema nacional se está desplazando de la preocupación lata por el crecimiento, legítima ante la crisis internacional, al tipo de país que está surgiendo luego de una década de un tipo de crecimiento. ( Publicado en Ideele.com - Por: Juan Arroyo CENTRUM Católica)
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